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bernaltAutor/es: López Bernalt, Ángel

Título: Torrejoncillo, materiales para reconstruir su historia / Ángel López Bernalt ; [con la colaboración de Marian López Galván]

Publicación: [Cáceres] : Institución Cultural "EL Brocense", [1998] 296 p. : il. ; 22 cm

Materias: Torrejoncillo-Historia

Angel López Bernalt  

TORREJONCILLO. Materiales para reconstruir su Historia

CAPITULO I:     TORREJONCILLO

CAPÍTULO II:   EL MARCO HISTÓRICO

CAPÍTULO III:     LOS ORÍGENES

CAPÍTULO IV:   A LA SOMBRA DEL BÁCULO

CAPÍTULO V:     LA COMUNIDAD DE VILLA Y TIERRA Y SEÑORÍO DE CORIA

CAPÍTULO VI:     LA POBLACIÓN Y EL CASCO URBANO: SU DESARROLLO

CAPÍTULO VII:     IGLESIAS

CAPÍTULO VIII:     LAS ERMITAS

CAPÍTULO IX:     LOS FRANCISCANOS Y TORREJONCILLO

CAPÍTULO X:    CEMENTERIOS

CAPÍTULO XI:     CASAS CONSISTORIALES

    

AL LECTOR TORREJONCILLANO

Antes de adentrarnos en la lectura de estos Materiales que, para reconstruir la historia de nuestro pueblo, hemos ido reuniendo, a trancas y barrancas, con paciencia y cariño, ilusiones y desencantos, y que ahora te ofrecemos hilvanados como Dios nos ha dado a entender, quiero contarte un pequeño retazo de mi propia historia, sucedido antes de que la vida, como a ti y a tantos y tantos, me hiciera probar el pan de muchos hornos y pisar el polvo de otros caminos, veredas y atajos. ¡Y lo que te rondaré morena, aunque ya está el "hermano asno" para pocos trotes!

Una anécdota trivial, de las muchas que nos ocurren y que pronto se desvanecen de la memoria sin dejar rastro. Esta, sin embargo, dejó en mi una profunda huella, sin la cual, tal vez este libro no se habría escrito nunca.

Por ello, y porque me viene como anillo al dedo para explicarte su génesis remoto, quiero que le sirva de Prólogo y a mí de desahogo para explayarme a mis anchas, sin cortapisas literarias ni deformaciones académicas. Con las mismas vivencias que sentí entonces. Con pelos y señales, lindes y arrabales, patatines y patatanes, nombres, motes, palabras, y si pudiera, gestos.

Fue en los primeros tiempos de nuestra posguerra civil, conocidos popularmente como los "años del hambre", porque se impuso la moda del ayuno y la abstinencia que observaban rigurosa­mente hasta los más ateos: poco yantar y mucho llantar, que lo que se llora no se mea.

Al buen sabor de boca que, en los vencedores, dejó aquel 1° de Abril de 1.939 cuajado de ilusiones y esperanzas en que finalizó la contienda, siguió una larga resaca que con mis ojos infantiles, abiertos como platos, vírgenes aún de prejuicios y dioptrías, veía así:

Patatas, romazas, patatas, cardillos, patatas, sopas, sopas, sopas, patatas, patatas, patatas viudas, huérfanas y sin seguro de desempleo.

El estraperlo, la fiscalía, auxilio social, el plato único, la hoja blanca, tío Torné...

Pana, purrela, dril, culo pajarero, chambras, chaquetas canteadas, heredadas, todo terreno, climatizadas, eternas.

Culeras, coderas.... rodillitas y punteras.

Remiendos en los cuerpos y costurones en las almas.

Botas, sandalias, abarcas, alpargatas, pies, pies, pies...

Tullinas, capones, lapos, probenas, culás, guantás, sopapos (A falta de pan buenas son tortas).

Cotela, roña, cabrillas, boqueras, liendres, piojos y 'piejus" (huéspedes del mismo gremio pero sin cartilla maquilera).

Belloteros, Caballeros de la Sierra, "tíos de la sangré', sacadores de bestias, oficios varios.

Sueños de Imperio y de pan y patatera.

Poesía que promete, prosa que no da.

Sonrisas de niños que esperan algo, berrones de niños aburridos de esperar algo, caras lijosas de niños con incrustaciones de mocos, cabezas motiladas de niños, escaparate de trasquilones y piteras.

Componedores y lañadores, sarteneros, afiladores, capadores, arregladores de paraguas y somieres, retratistas ambulantes, titiriteros, cantadores de coplas, "húngaros", vendedores de "anteojos para vista cansada, vista operada, cortos de vista y aceite para las maquinas"... ¡Loza fina a cambio de goma!

Caramelos de la Elvira Borrego, castañas asadas de la Olegaria, gaseosas de boliche de tío Dalmacio, bolluelas de tía Marta "Calzona" (que nos llamaba "los abisinios"), chocolate de tío Ángel "el Cano", huesillos de Gonzalo "Merengue", cachimbas de tía Marta "Mico", turrón de tío Pelagio, peros de tía Raimunda, membrillos de tía Tiburcia, aguardiente de tía Lorencina, tabaco verde y de hoja de patata de la "Guarrapa", granadas, brevas, ciruelas, peras, uvas, naranjas, limones, guisantes, acerolas de la Paca “Torra” ... la Dehesilla, la Crucita, Merio, tío Andrés "el Viejo'...

¡Al cisco, cisco ciscón!... ¡Fidelón! ¡Fidelón! ¡Fidelón!.

Y un montón de etcéteras en una secuencia interminable, con más planos para el recuerdo que para la nostalgia. También había cosas buenas, que Dios aprieta pero no ahoga.

Con este telón de fondo, protagonizando las duras y de comparsa en las maduras, un pueblo, el tuyo y el mío, que no pierde el sentido del humor ni en los velatorios, agarrándose a un clavo ardiendo para seguir a flote, luchando por la supervivencia como gato panza arriba, inventando cada día mil fórmulas y triquiñuelas para aguantar hasta el siguiente, que nunca se tuvo más apetito, estómago más sano ni dentadura más recia. Y lo consiguió, aunque muchos quedaron en la cuneta.

"Intellectus appretatus discurrit qui rabiat", que solía decir Don Tomás el cura, jugando al chamelo.

20 de Noviembre de 1.941. Un día difícil de olvidar para los españoles de varias generaciones. Recuerdo el año, porque hacía un par de meses me habían mudado de la escuela de la señora Ángela a la de Don Boni, y diariamente veía en el encerado la fecha, seguida de la Consigna y el tema de la lección. Serían alrededor de las doce de la mañana, o de "las doci que son la una" como se decía entonces. Minutos antes, Autoridades y Jerarquías depositaban una corona de laurel con las cinco rosas simbólicas en la Cruz de los Caídos, erigida frente a la ermita de San Antonio y, tras las Oraciones, Himnos, ¡Presentes! ¡Arribas! y ¡Vivas! del ritual, se había concluido el acto.

Los balillas, uniformados de camisa azul, boina roja y correaje; armados con fusiles de madera, desfilaban al son de cornetas y tambores hacia el Cuartel de Falange, instalado en la antigua Casa del Pueblo. Detrás, y a poca distancia de ellos, un grupo de unos quince o veinte niños, balillas también, pero demasiado pequeños para integrar la formación, formábamos marcando el paso, cada uno a su aire, gritando a todo pulmón: ¡Eih, ooh, eih, aaro, tío Cucharo!, de tal forma, que la gente se fijaba más en nosotros que en los Otros, riéndose y aplaudiendo, lo cual nos animaba a chillar aún con nuevos bríos, rompiendo el marco de gravedad propio de la efemérides; por lo que, junto al taller de arados de Pedro "Tacarro", entraron en acción los Municipales, quienes, tras largarnos algunos piropos cariñosos tales como ¡indígenas!, ¡atorrantes!, ¡rajamantas! y otras delicadezas parecidas, tiraron de fusta y, sin necesidad de tener que utilizarla, ni creo fuera esa su intención, por nuestra edad y porque estaban metidos en el ajo Agapito y Lorenzo "el Mocho"-, se produjo en el batallón infantil la desbandada general: Unos corrieron Valdecornejo arriba, otros se metieron en el Sil o perdieron el culo por el Pajar de las Brujas y no faltó quien fue a quitarse los espinos cerca de la Canina, futuro Marquesado de mi amigo Tino.

Yo traté de refugiarme en casa de mi tía Telesfora Patera, pero al llegar a los caños que había frente a la de Pedro Corcho, tropecé en un gorrón, se me rompió una manjolera, la bota fue a parar a un charco y tuve que sentarme en el umbral de los "Tabiques" a secarla y a arreglar el desperfecto.

A todo esto, la calle se había despejado de gente y los últimos grupos rebasaban ya la calleja de las Broncas. Pero yo seguía viendo fustas por todas partes y continué achantado allí hasta que pasara la tormenta. Y mirando de acá para allá, por si las moscas, mis ojos toparon con un rótulo de azulejo, empotrado en la pared de enfrente, que había visto infinidad de veces y hasta me sabía de memoria, pero sin preocuparme hasta entonces de su significado. Lo leí del derecho y del revés, de arriba a abajo y de abajo a arriba, deletreándolo como solíamos hacer con el del Ayuntamiento: al-ri-to-sis-Con-sa-Ca. Este era más enredoso. Aún se conserva en la fachada de la vivienda número 12 de la calle de San Antonio y es como una especie de carnet de identidad, redactado telegráficamente en tres renglones:

PUEBLO DE TORREJONCILLO

PARTIDO DE CORIA

PROVINCIA DE CÁCERES

¡Lástima que no figure también la fecha de nacimiento, porque me habría evitado bastantes quebraderos de cabeza!

Es el único superviviente de los que en 1.862 acordó la Corporación Municipal que se pusieran en cada uno de los accesos a la población. "...con la condición de que en las entradas de la Capital y de la Calle de Coria se han de colocar en dos columnas de cal y ladrillo lucidas, de una vara de altura, dos tercias de ancha y una de gruesa y éstas serán construidas sobre las paredes de las casas de dichas entradas que se designen….”

Esto lo he averiguado muchos años después. Por aquel entonces, aún me faltaban más de cuatro meses para cumplir los ocho, y mi mundo se reducía a Torrejoncillo como centro y ombligo de todo el Universo, a varios pueblos de alrededor y a otros como Buenos Aires, Roma, Madrid, Cáceres, Plasencia y pocos más, que me sonaban porque tenía en ellos parientes lejanos, o vivían allí los personajes que yo consideraba importantes y famosos: el Papa, Franco, el ciego de Perales, el curandero de Casar de Palomero, el tío de los pucheros... Y cada uno de ellos se me antojaba como un país independiente, sin otra conexión entre si que los parentescos, la carretera, la "Serrana", las cartas y los intercambios comerciales. Nosotros les vendíamos zapatos, mantas, alforjas, sombreros...y ellos nos traían sus productos: los de Acehuche y Pescueza, queso de cabra; los de Grimaldo, fruta; las corianas, habichuelos verdes y los de Garrovillas, piñones, algarrobas y almendras. Las cerezas y las guindas, no se de dónde llegaban, en grandes canastas recubiertas de hojas de helecho. De los otros pueblos venían a por faroles a casa de Pedro "Merendilla', a encargarle camillas a tío Filadelfo, a por catres a la Ferretería del Señor Federico, o a por sogas, cartuchos y cohetes al Comercio de tía Casimira.

Mis aspiraciones a esa edad eran muy modestas: tener una peona con pico de chapeta, un tirador y una pareja de tórtolos como los de mi hermano Arsenio, ponerme en la Escuela por encima de la columna, que me afiara Pedro Patea, saltar a la plaza desde el último escalón de las gradas del Ayuntamiento como Fabián el "esquilador" y Pipi "Barbina", y hacerme mayor cuanto antes para irme al Seminario. Era alevín de monaguillo y mi vocación crecía por momentos cuando alguno de los coadjutores me mandaba, después de Misa de Alba, a por buñuelos a casa de la Esperanza Habanera. Pero volvamos a San Antonio.

Aquel sencillo letrero, logró esa mañana que me olvidara de los balillas, de la manjolera, de los Municipales y hasta del olor peculiar y a esas horas irresistibles del pan caliente, negro, de la ración, que me llegaba a ráfagas intermitentes de la panadería de las "Rueas", unas casas por bajo. El nombre de Torrejoncillo aparecía en él asociado con los de Coria y Cáceres, lo que, indudablemente y según mi lógica elemental, obedecía a alguna razón poderosa que en vano intenté dilucidar. Preguntas y más preguntas me venían enlazadas para las que no encontraba respuesta: ¿Qué relación existía entre ellos para figurar allí juntos? ¿Qué significaba Torrejoncillo Partido de Coria?, ¿Acaso era un trozo del otro, en cuyo caso, los dos pueblos estaban rotos e incompletos? ¿Serían también pedazos otros como Holguera, Grimaldo, Portaje, Portezuelo y el Pedroso que eran más chicos? ¿Dónde encajaba lo de Provincia de Cáceres y qué quería decir eso? ¿Eran Cáceres y Cazris lo mismo? ¿Por qué estaban colocados en ese orden? Esto último era fundamental, ya que, de acuerdo con el sentido de la jerarquía tan arraigado en la infancia y más aún en aquellos tiempos de exacerbado militarismo, Torrejoncillo, por estar escrito el primero, tenía que ser el más impor­tante de los tres, y además, tenía las letras más grandes que las de Coria.

Un verdadero rompecabezas, demasiado difícil para recomponerlo yo sólo. ¡Ya me lo explicarían esa noche tío José Vidal y tío Cromacio!. Pero por la tarde, me entró la impaciencia y recurrí a la sabia experiencia de mis profesores particulares de Gramática Parda, Pedro Calzones y tío Antonio, el Muleto, que o no lo tomaron en serio o estimaron que el tema se salía del área de sus competencias pedagógicas, porque no intentaron aclararme nada, limitándose a reírse y a tomarme la lección de música: el “Dominé”, la “Micaela” y repaso de “Serafina tengo ganas...”. Finalmente y en evitación de que los otros dos me hicieran algo parecido, esperé al día siguiente y pedí ayuda a Don Boni quien, con su maravillosa “chicología”, siempre a punto sin dejar de sonreír y llevándose de cuando en cuando a la nariz su inseparable cajita de lata con algodón que olía a eucaliptus, dedicó todo el recreo a descubrirme un mundo nuevo de historia y geografía que, como tantas otras cosas suyas, habría de ser definitivo en mi vida. Y encima me enseñó el prisma y me dio un caramelo del Sagrado Corazón.

Cuatro ingredientes tan dispares como unos municipales, una manjolera, un rótulo y un maestro, se conjugaron para despertar mi temprano interés por el pasado de nuestro pueblo. Simple curiosidad de niño que no tardó en aletargarse por las decepciones que me costó el comprobar, preguntando a unos y a otros, el inmenso vacío, la ignorancia más supina y, lo que es peor, la despreocupación de los más, como si les importara un rábano ese ayer que a mí me apasionaba tanto. Después lo he achacado a que las circunstancias por las que atravesaban los estómagos estaban para pocas historias.

Le oí a mi padre …… decía mi abuelo que decía el suyo .... contaba tío fulano .... Vaguedades, incongruencias, mezclas de Roma con Santiago y de franceses, luchando con moros en el Castillo de Portezuelo, encogimientos de hombros. Transmisión de boca a oreja, aumentada o disminuida y deformada siempre. Tantas versiones como personas.

Y es que el tiempo y el mito se aúnan para desdibujar sin piedad y a toda marcha los perfiles de la historia que no se escribe, hasta quedarlos borrosos, irreconocibles o totalmente olvidados. Luego, cuando pretendemos reconstruirlos, nos vemos precisados a llenar esos enormes huecos a base de tradiciones confusas, hipótesis endebles, o a dejarlos en un barbecho indefinido, cada día más difícil de desbrozar. Y no siempre hay un investigador dispuesto a sacarnos las castañas del fuego.

La anécdota que acabo de contarte, puede servirnos de ejemplo para ver el rápido deterioro de esa historia que pasa de padres a hijos por vía oral. Voy a suponer que eres aproximadamente de mi edad, años más años menos, y que, por lo tanto, has vivido la época en que sucedió. Posiblemente hemos participado juntos en alguna batallita, en la Escuela, en la Plaza, en el barrio, en la bóveda de la Iglesia buscando cernícalos o lechuzas, por esos campos de Dios que eran de unos, cultivaban otros y landeábamos nosotros. Y hasta puede que formaras parte del batallón infantil aquel 20 de Noviembre.

Si es así, estoy seguro de que te habrás identificado conmigo desde las primeras líneas. Los nombres de las personas y las cosas te habrán resultado familiares, aunque algunas ya estarán con telarañas en la trastienda de tus recuerdos. Otros detalles que yo he omitido, habrán acudido a tu memoria de forma espontánea, enriqueciendo la narración. Pero a nuestros hijos, casi todas las referencias que hay en ella le resultarán extrañas, y tendríamos que explicarles qué eran los balillas, la "ración", los caños, la "Serrana".... y al hacerlo de viva voz, prescindiríamos de una gran cantidad de matices, confundiríamos nombres y fechas, omitiríamos otras cosas deliberadamente, pensando que el oyente no las iba a entender y ocultaríamos las facetas poco airosas de nuestro protagonismo. Y cuando ellos se lo contaran a un tercero, y éste a un cuarto, se irían perdiendo o equivocando progresivamente más y más datos y así, en un margen corto de tiempo "cualquier parecido con el original sería pura coincidencia".

La mayor parte de la poca historia de Torrejoncillo que hoy conservamos nos ha llegado así. A excepción del Manuscrito de Domingo Valerio, valioso pero muy elemental, incompleto y poco documentado que nos ha sido de gran ayuda, y de tres magníficos estudios monográficos, casi recientes, de los Profesores García Mogollón, Sánchez Lomba y Melón, editado únicamente el primero y los dos últimos incluidos en sus tesis doctorales inéditas; lo poco que se ha escrito sobre ella, es como para salir del paso o de relleno obligado y con escaso rigor.

Nos falta una visión global que, sin pretender ser exhaustiva -ningún libro de Historia lo es ni lo será jamás- abarque los momentos más destacados o interesantes de nuestro pasado, y los ponga al alcance del lector medio, en forma que pueda digerirlos sin gran dificultad. Una labor preciosa que urge realizar antes de que el deterioro vaya más lejos, pero que requiere una metódica y paciente operación de rescate, hecha con mentalidad arqueológica, sin desperdiciar ni el más pequeño fragmento que pueda ayudar a la reconstrucción. Después, acarrear esos materiales a pié de obra, limpiarlos de toda adherencia extraña, por muy bonita que nos parezca, ordenándolos adecuadamente para que cada pieza encaje en el lugar exacto o más aproximado posible. Años y años de trabajo artesano escarbando en los sitios más diversos e inverosímiles.

Lo que nos hemos propuesto con este libro es, ante todo, cubrir esa primera etapa, y por ello hay en él tantas citas textuales. Todas las que nos han parecido aprovechables para reconstruir la historia torrejoncillana; aún corriendo el riesgo de que resulte pesado a muchos lectores que habrían preferido algo más fluido, más "literario", con menos "paja".

Pensamos que eso tendrá que venir después, en otra obra, cuando ésta haya desbrozado el camino y puesto los puntos sobre ciertas íes, que, la falta de información, en unos casos, el temor a las críticas por sistema, en otros, y la desidia en los más, han ido colocando en lugares en que no corresponden.

Con el objeto de darle la cohesión indispensable, hemos aportado nuestra propia interpretación de los hechos, haciendo unas veces de peones, otras de maestros albañiles y hasta de aparejadores, según el conocimiento que tenemos de cada tema, utilizando toda clase de fuentes, pero con preferencia y en unas dosis bastante elevadas, los documentos de Archivo, que, pese a sus muchos inconvenientes de frialdad, subjetividad, oficialidad y falseo de números, son los más fiables. Desgraciadamente, también son muy incompletos y tardíos. Los más antiguos de Torrejoncillo -libros Parroquiales-, se remotan al siglo XVI avanzado, lo que imposibilita la recreación, siquiera parcialmente, de un periodo de más de trescientos años. La primera mención que se hace en ellos de algo tan entrañable como es la "Encamisá", aparece a principios del siglo actual: cuatro renglones en un Acta de Sesión de Ayuntamiento acordando comprar fuegos artificiales para esa noche.

Por su indudable interés, hemos incluido varios textos procedentes de ediciones antiguas que no te sería fácil encontrar. Aunque un poco largos, merece la pena transcribirlos enteros y en su propia salsa, en lugar de un resumen que perdería su encanto original. También encontrarás citas de varios autores contemporáneos, a los que te remitimos por ser especialistas en la materia.

A veces tendrás la impresión de que nos salimos del tema o ponemos cosas innecesarias. Son exigencias del contexto histórico del que no es posible aislar nuestro pasado, y de las que habríamos prescindido si esta obra fuera dirigida a un público minoritario, suficientemente iniciado en el terreno histórico.

Al final hay un Apéndice Documental y otro Antológico que completan el texto. El primero es todo material de Archivo, y el segundo fragmentos de obras publicadas o a punto de serlo, que guardan relación con la historia local.

No nos hemos ceñido a método expositivo concreto, adoptando en cada caso el que nos ha parecido más conveniente para el tratamiento del tema y mejor comprensión del lector, por lo que el conjunto resulta poco "académico" y más en línea con lo que ciertos intelectuales llaman, un tanto despectivamente "erudición local", quizá por que no se ajusta al corsé intrauniversitario establecido.

Eso en cuanto a la forma. Por lo que hace al fondo, y para que te vayas curando en salud, queremos advertirte que no hallarás en estas páginas, ni gestas heroicas ni figuras descollantes torrejoncillanas de las que pasan a la Historia Universal. Todo aquí es normal, modesto, humano, como la gran hazaña de vivir cada día y dejar que los demás vivan. La dorada mediocridad Horaciana de recibir y entregar la antorcha, reculando sólo para coger carrerilla, haciendo el relevo con los menos traumas posibles. Sí encontrarás puntos discutibles que, por falta de documentación específica, hemos tenido que elaborar como pura hipótesis, aunque siempre con alguna base. Discutirlos, con argumentos o pruebas y sin afirmaciones o negaciones gratuitas, será la mejor forma de que entre todos nos acerquemos a la verdad. Te estaremos muy agradecidos y dispuestos a rectificar cuantas veces sea preciso. Lo hemos hecho muchas veces. Y así, la próxima edición, si la hay, saldrá mejor que ésta, "corregida y aumentada" con nuevas aportaciones tuyas y nuestras.

En la búsqueda y ordenación de estos materiales, ha colaborado estrechamente conmigo mi hija María Ángeles, estudiante de Historia de la Universidad de Extremadura. Ambos continuaremos investigando los muchos flecos que aún quedan sueltos, si Dios nos concede tiempo para ello y si, como decía Santiago Maragañi, "no mus falla el naipi".

Ángel López Bernalt