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Dña. Mª del Mar Testón Núñez

 

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LA NOCHE MÁS HERMOSA 

 

Queridos amigos, torrejoncillanos de nacimiento y torrejoncillanos de corazón, forasteros que compartís con nosotros la alegría y la intimidad de estas fiestas, a todos buenas noches.

Está próximo a su fin el año 2001. Muy poco falta ya para que llegue la primera Encamisá del tercer milenio. Debemos felicitarnos por ello y debemos sentirnos orgullosos de haber traído hasta esta fecha una tradición nacida hace ya tanto tiempo que hemos perdido de eso la cuenta y la memoria.

Hace sólo unos pocos años pensábamos aún en este 2001 como en la fecha mítica e inaugural de una era galáctica, robótica y cibernética. No andábamos, como sabéis, muy desacertados, y sin embargo, aquí estamos nosotros esta noche, presintiendo ya la pólvora y las horitañas, las hachas y las sábanas blancas, la cabalgada nocturna y el estandarte azul de la Purísima mecido sin descanso por los vivas de la noche más hermosa de Torrejoncillo.

Sentimos ya la cercanía de la Encamisá y, lejos de esperarla como una celebración antigua y anacrónica, mera repetición de gestos ancestrales carentes ya de sentido, la aguardamos ilusionados y felices, deseosos de renovarla un año más, de sumar otro 7 de diciembre a nuestras vidas y de vivir gozosamente, como si fuese la primera Encamisá de su historia, nuestra noche más hermosa.

Me ha correspondido en esta ocasión pronunciar el pregón de la Encamisá. Es para mí un honor inesperado estar aquí esta noche con vosotros, si bien aún siga pareciéndome que este es un honor inmerecido. Hemos oído en muchas ocasiones la explicación de pregoneros y pregoneras sobre las circunstancias y el talante con que asumieron el encargo de la Junta Directiva de los Paladines de pronunciar el pregón. Nunca pensé que un día me vería compartiendo con ellos la experiencia.

Todos vosotros sabéis que, menos en la noche de la Encamisá, a las escopetas las carga el diablo. Pues bien, parece que el diablo no se resigna a no meter baza en el asunto y seguramente es él quien hace pensar más o menos lo mismo a todos los pregoneros y los tienta un momento con la posibilidad de negarse a decir su pregón. A mí me pasó lo mismo. Con los nervios ni cuenta me di, pero seguramente fue su maliciosa voz la que anduvo soplándome al oído las razones por las que me negaría a ser la pregonera de la Encamisá de este año 2001: 

-        Que no me consideraba ni una oradora elocuente ni una erudita brillante para haber merecido tal designación.

-        Que tampoco mi vivencia de la Encamisá resultaba particularmente interesante, porque, entre otras cosas, soy de esas pocas personas silenciosamente conmovidas ante el estandarte que ni siquiera pueden lanzar un viva a María Inmaculada.

-        Que no sería capaz, en definitiva, de pronunciar el pregón que Ella y vosotros merecéis. 

Esto me decía a mí misma, aunque, como ya os digo, es posible que estuviese por medio, sigiloso y maligno, el mismísimo Satanás, que anda siempre enredándolo todo, que lo mismo se emplea en engañar a Eva con una manzana como en confundir al pastor que va feliz de romería a la ermita de San Pedro; como cuenta la Loa. "¡Valiente pregonera serías tú!", decía aquella voz, como conclusión de todas las razones.

Pero en mi corazón sonaban otras voces, porque a mí el corazón, que latía muy deprisa, me decía claramente que no podía negarme, que, por encima de todas las razones, por encima de mi timidez y mi inseguridad, debía decir que sí y sentirme alegre.

Acepté, ya lo veis. No sé si en mí se libró otra batalla entre la serpiente y su dulce enemiga María Inmaculada, que salió vencedora otra vez, como sale siempre de sus contiendas con el diablo. No me atrevería yo a decir tanto. Digamos nada más que finalmente me ganó el corazón. No pude negarme a dar lo que me demandaban porque era para María Inmaculada y para su fiesta. Decidí aportar mi humilde granito de arena a esta enorme montaña de amor y de entusiasmo sobre la que se alza mi pueblo. No quise endeudarme más con esta que tengo a mis espaldas, a quien todos debemos tanto, porque ella nunca se cansa de dar, aunque nada se le pida.

Por Ella estoy aquí esta noche y también por vosotros, que estáis aquí también por el mismo motivo. No quiero, así, seguir adelante sin agradecer sinceramente a la Junta Directiva de los Paladines la oportunidad única que me han brindado de saldar una mínima parte de las antiguas deudas que vengo teniendo con esta que hoy nos convoca desde el misterio posible de su gracia, con esta mujer, porque mujer fue de carne y hueso esta patrona nuestra.

Se llamaba María. Vivió en un pueblo de la antigua Palestina, en Nazaret, hace ya más de 2000 años. Era sólo una adolescente, una muchacha corriente, con una inteligencia semejante a la de cualquier otro ser humano, con las pretensiones propias de cualquier otra muchacha de su edad, de su tierra y de su tiempo. Estaba prometida a José, un hombre bueno que se ganaba el pan con su oficio de carpintero, esperaba celebrar alegremente sus bodas con él y vivir una vida larga y feliz a su lado, allí, en Nazaret. Por eso su sorpresa fue mayúscula cuando un día recibió la inesperada y fulgurante visita de un ángel.

Estaría María de Nazaret en la casa paterna, cumpliendo sus obligaciones como todos los días, amasando el pan o repasando la ropa, o tal vez había terminado ya sus tareas y se ocupaba en bordar el mantel que cubriría la mesa de su banquete de bodas, cuando apareció el ángel del Señor con su misterioso mensaje y su sobrenatural anuncio. 

-         Salve, María, llena de gracia - comenzó diciéndole. 

María se turbó, escribe San Lucas. No era para menos, porque el suceso era del todo extraordinario y ella sólo una muchacha. Comprendemos muy bien su humana turbación. El corazón le latiría desbocado en el pecho, sus manos temblarían, se volvería pálido su lindo rostro moreno. Ella era la Reina de los Ángeles, pero no lo sabía, creía ser sólo una muchacha, una más entre todas.

¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué había venido a hacer allí aquel ángel? ¿Qué significaban sus palabras cuando le decía que estaba llena de gracia? ¿Cómo iba a engendrar un hijo una doncella?

Demasiadas preguntas, demasiados misterios difíciles de entender eran aquellos para aquella jovencísima María de Nazaret. Y sin embargo dijo que sí. 

-         Hágase en mí según tu palabra. 

Fue obediente María, tuvo confianza y fue, además, valiente, porque se necesitaba mucha entereza y mucho arrojo para cambiar tan de repente el curso de una vida que había esperado vivir, apacible y corriente, al lado de José. Porque iba a tener aquel hijo querido por el Señor como madre soltera, porque seguramente José la repudiaría cuando la supiera encinta, como le era lícito hacer, porque nadie, ni siquiera él, que era tan buena persona y que tanto la quería, sería capaz de creer que una virgen había engendrado.

Y es que era casi una niña, una buena muchacha que no se creía diferente de las otras, y San Lucas refiere muy explícitamente su confusión, sus lógicas dudas, sus preguntas, sus dificultades para entender el doble mensaje del ángel, que le hacía dos revelaciones bien diferenciadas: 

-         Por una parte, le anunciaba que iba a ser la madre de Jesús.

-         Por otra, que estaba llena de gracia, porque había venido al mundo libre del pecado original, ése que traemos todos los nacidos y que nos hace tender hacia el mal. Era eso lo que la hacía diferente, única y pura, sin mancha de pecado, era ésa la condición primera y necesaria para que pudiera ser la madre del Salvador. 

Esto, que María está libre del pecado original, constituye el núcleo del Dogma de la Inmaculada Concepción. Que María fue pura, sin mezcla de pecado, es lo que nosotros celebramos en Torrejoncillo cada 7 de diciembre, con esa Encamisá de nuestra noche más hermosa. Por eso, a María Inmaculada, aquí, en Torrejoncillo, la llamamos simplemente la Pura, y ya nos entendemos. La llamamos la Pura, con esa familiaridad con que solemos acortar los nombres de las personas más próximas y queridas, con esa confianza que sólo se consigue con el trato directo y cotidiano. La Pura la llamamos y así la designamos de una manera extraordinariamente escueta y acertada. Le decimos la Pura, la que no tiene mezcla, la Pura y basta, y decimos así, con ese apelativo breve e impregnado de cariño, lo que los sabios teólogos y las altas jerarquías eclesiásticas, empleando grandes circunloquios, tardaron largos siglos en afirmar como verdad de fe.

En efecto, la cuestión de la Inmaculada Concepción de María es el objeto de un largo debate que no llegó a cerrarse hasta fecha relativamente reciente, con la definición del dogma a mediados del siglo XIX. Fue a través de la bula Ineffabilis, promulgada por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854.

Sin embargo, el tema venía planteándose y preocupando a la cristiandad desde hacía mucho tiempo. No voy a detenerme en reconstruir paso a paso la historia de este dogma, tan clara y exhaustivamente expuesta ya en otros pregones, pero sí quiero destacar la magnitud que llegó a alcanzar el asunto dentro de los altos círculos eclesiásticos, la acogida que la creencia tuvo por parte de los sectores laicos de la sociedad y el caluroso entusiasmo con que el pueblo celebró los sucesivos triunfos de María Inmaculada.

Aunque los Santos Padres se refieren a menudo a María llamándola Pura, Inmaculada, Sin Mancha y Libre de todo pecado, hay que esperar hasta los primeros siglos de la Edad Media para encontrar un planteamiento expreso del tema de la Inmaculada Concepción de María. Faltaban más de diez siglos para que el dogma quedase definido, pero la festividad de la Inmaculada comenzó a celebrarse muy tempranamente. Se dice que gracias a San Ildefonso, Arzobispo de Toledo, la fiesta de la Inmaculada empezó a celebrarse en España ya en el siglo VII, aunque algunos consideran apócrifo este dato. Que se celebraba ya en el siglo IX nos lo atestigua el calendario de mármol de Nápoles, que data la celebración de la Inmaculada concretamente en el día 9 de diciembre.

En los siglos XIII y XIV, en plena época escolástica, el asunto de la Inmaculada Concepción levanta pasiones y discusiones titánicas en las que se implican figuras de la talla de Santo Tomás y San Buenaventura, detractores de la tesis. Es histórica la defensa que Duns Escoto mantuvo en la Universidad de París, conocida como la disputa de la Sorbona, de la que salió vencedor.

En la primera mitad del siglo XV se produce un importante avance de la cuestión: un Concilio, el de Basilea, se pronuncia a favor de la Inmaculada Concepción de María, lo que resulta un espaldarazo con inmediatas consecuencias: la devoción por María Inmaculada se acrecienta y se extiende cada vez más la celebración de su día. En 1466, el pueblo de Villalpando, en la provincia de Zamora, hace voto solemne de defender que la Virgen fue concebida sin pecado original. Los de Villalpando hoy en día llevan a gala haber sido el primer pueblo del mundo en dar ese paso más tarde imitado por tantos otros.

A mediados del siglo XVI, el Concilio de Trento se manifiesta defensor de la Inmaculada Concepción y ratifica lo dicho al respecto en el de Basilea, pero el dogma aún no queda definido. La declaración de Trento resulta, de todos modos, decisiva en la universalización del dogma y del culto. Las Universidades de toda Europa van haciendo votos en defensa de la Inmaculada Concepción. La primera de España fue la de Valencia, que en 1530 hizo voto en este sentido.

Cofradías, concejos, reyes y virreyes suscriben estos votos y solemnizan la fiesta de la Inmaculada en medio del entusiasmo popular.

El siglo XVII está lleno de representaciones escultóricas y sobre todo pictóricas de la imagen de la Virgen Inmaculada. Si tanto se la representa es porque iglesias, conventos y nobles -que son en esas fechas los consumidores y sufragadores del arte- desean tener una imagen o un cuadro de la Virgen a quien veneran. Los nombres de los que se ocupan de ejecutar estas obras no son precisamente desconocidos: Murillo, Ribera, Valdés Leal, Zurbarán o Velázquez en España. Signorelli, Rubens, Guido Reni o Tiépolo fuera de ella. Los Poetas de la época, entre ellos Quevedo, le dedican sus versos.

El pueblo, devoto desde siempre a la creencia de la Inmaculada Concepción, se regocijaba cada vez que el poder eclesiástico y el poder temporal defendían la creencia y mandaban celebrar la fiesta de la Inmaculada. Ajeno a los detalles de las grandes discusiones teológicas que retardaron tanto tiempo la definición del dogma, el pueblo llano sólo veía en estos gestos de las jerarquías el reconocimiento de una verdad clarísima para él: que María estaba libre del pecado original. El pueblo conocía y creía la verdad mucho antes de que el dogma fuese finalmente definido.

Así debió de ser en aquellos tiempos en Torrejoncillo. Es fácil imaginar que este pueblo no fuera indiferente a ninguno de los hechos que afectaron al dogma ni, desde luego, a María Inmaculada, a la Pura. Nuestro trato con Ella revela una larga relación de fe y confianza transmitida a través de las generaciones. No es de la noche a la mañana como llegamos a esta intimidad con Ella. La Inmaculada no es cosa nuestra solamente por ese abrazo anual y estrecho que nos damos Ella y nosotros la noche de la Encamisá. A los Torrejoncillanos nos salen los dientes al calor del culto y del amor a María Inmaculada. Así debe de haber sido desde hace tanto tiempo que hemos perdido ya de eso la cuenta y la memoria.

Por eso la llamamos la Pura y por eso está presente en las grandes y pequeñas ocasiones de la vida de los torrejoncillanos. Cuando va a nacer un hijo no faltará quien le proponga el siguiente negocio: que vaya todo bien y, si es niña, le pondré tu nombre. O, por ese examen que parece tan difícil, dirá algún torrejoncillano o torrejoncillana en el instituto de Coria: échame tú una mano, anda, que ya sabes que a mí los análisis sintácticos se me dan fatal. Y cuando ocurre algo bueno, aunque no se le haya pedido, siempre habrá quien diga: esto... ha sido la Virgen Santísima. Y cuando se sale indemne de un inesperado peligro: la Virgen Santísima ha puesto la mano. Y también en los malos momentos, en la enfermedad y en el irremediable último viaje, se le ruega que ponga sus manos, que consuele, que remedie, que interceda y que acoja. Está ahí todo el año, protegiendo el curso de los acontecimientos domésticos y privados y el siete de Diciembre Ella nos regala siempre la noche más hermosa. ¡Qué buena fórmula es la Encamisá para celebrar esa unión todos juntos! ¡Qué poco entienden los que hablan de fanatismo y de inconstancia!

La Encamisá del año 2001 está a punto de llegar. Ya se oyen los tiros y los vivas, suena ya en la novena el Pues concebida. La primera Encamisá del tercer milenio llega, la estamos presintiendo y esperando igual que lo hicieron las innumerables generaciones de nuestros antepasados. No sabemos cuántos años se ha celebrado la Encamisá en nuestro pueblo, no nos alcanza la memoria y tampoco conocemos con exactitud cuál fue su origen, aunque seguramente es lo que menos nos importa a todos. Sobre este punto no existe documentación ni estudio alguno que resulte concluyente. Todo son hipótesis. Tampoco hay que lamentarlo, porque la incógnita seguirá felizmente excitando la curiosidad y el interés de muchos. Es ésta, como tantas otras, una incógnita fértil.

Como todos sabéis, algunas interesantes teorías ponen en relación la Encamisá con mitos precristianos, destacando su proximidad al solsticio de invierno. Es también por todos sobradamente conocida la teoría que relaciona la Encamisá con hechos bélicos ocurridos en algún momento de la historia: la Reconquista, las guerras de Flandes o la Batalla de Pavía. Querría verse nuestra Encamisá como conmemoración de un asalto sorpresivo y nocturno, en el que la camisa blanca, puesta encima de las armas, serviría para no confundirse con el enemigo en la oscuridad de la noche. O para camuflarse, según la popularizada versión, con el blanco de la nieve.

Pero encamisada o ensabanada, que es término sinónimo, puede hacer referencia también a ciertas manifestaciones públicas que se celebraban por la noche, a caballo, como demostración de alegría. Durante siglos, la nobleza celebró con cabalgadas nocturnas algún suceso feliz tal como el matrimonio, el nacimiento de un hijo o cualquier otra circunstancia halagüeña. Se conocen fundamentalmente dos variantes de la cabalgada nocturna: una, la encamisada; otra, la mascarada, versión más elaborada en la que se exhibían máscaras y disfraces, aunque no es infrecuente que los dos términos se confundan y se llame encamisada a la mascarada, como ocurre con la que celebró el nacimiento de Ana de Austria en 1601. El pueblo, en cualquier caso, contagiado por la alegría del festejo, solía participar activamente a pie de estas cabalgadas nocturnas.

El historiador José Deleito y Piñuela, cita la siguiente descripción de una de aquellas encamisadas:

"Encamisada era cierta fiesta que se hacía de noche con hachas por la ciudad, en señal de regocijo, yendo a caballo sin haber hecho prevención de libreas ni orden de máscara, por haberse dispuesto repentinamente para no dilatar la demostración pública y la celebración de la felicidad sucedida".

La encamisada, pues, era una cabalgada nocturna imprevista y espontánea, sin máscaras, que festejaba un suceso feliz. Estaban presentes en ella elementos que nos son muy familiares: la noche, los jinetes encamisados, los caballos, las hachas, la alegría. Pero se trataba de celebraciones profanas y caballerescas, con una vinculación exclusiva a sucesos temporales y esta Encamisá nuestra es claramente una encamisada "a lo divino", puesta bajo la advocación de María Inmaculada.

Un cronista de excepción nos relata una práctica intermedia entre la encamisada profana y nuestra Encamisá. Se refiere a ella como "procesión en camisa" ofrecida a la Virgen y seguramente elude llamarla encamisada porque, aunque la camisa está presente, no se trata de la consabida encamisada caballeresca. El mencionado cronista no es otro que el Almirante Cristóbal Colón, quien en 1493, a la vuelta de su primer viaje a América, promete a la Virgen una de estas procesiones en camisa.

Era el mes de febrero. Desde hacía días venían soportando una terrible tempestad en alta mar que hacía peligrar los navíos y la vida de los que en ellos iban. La situación se hace desesperada. El Almirante y su tripulación no creen posible salir con vida de la furia del mar. Entonces el Almirante decide volver sus ojos hacia el cielo y pedir ayuda a la Virgen. Dice así su Diario de a bordo:

"Después de hecho esto el Almirante y toda su gente hicieron voto de, en llegando a la primera tierra, ir todos en camisa en procesión a hacer oración a una Iglesia que fuese de la invocación de Nuestra Señora"

Al día siguiente amaina el temporal. Sólo un día más y avistan tierra: es una de las islas Azores. Cristóbal Colón y su gente se aprestan a cumplir sin dilación su particular "encamisada".

No hay duda ya de que se trata de una manifestación de índole religiosa, procesión en camisa, a pie, de día, pero procesión en acción de gracias y en honor a la Virgen, como signo de devoción. El texto deja claro que ir encamisado y en procesión es una práctica que se le dedica a María ya a finales del siglo XV.

Retomemos la costumbre de la celebración de la encamisada profana, sobre la que hay que hacer alguna puntualización. Sabemos que no siempre las encamisadas de corte caballeresco festejaron sucesos profanos. A veces los motivos particulares y mundanos fueron sustituidos por motivos religiosos que provocaron una general alegría. Hay de hecho constancia de que se celebraron cabalgadas nocturnas o encamisadas "a lo divino", por sucesos felices de tipo religioso. Sabemos precisamente que los sucesivos logros y adhesiones a la defensa de la Inmaculada Concepción fueron en ocasiones celebrados con encamisadas. Al menos así se festejaron en la ciudad de Valencia y así se celebraron con una "cabalgada nocturna" en Mallorca, en el S. XVII. Desconocemos las particularidades de estas encamisadas, las noticias son muy escuetas. Sabemos solamente que eran nocturnas y a caballo.

Tal vez no se describan con más detalle porque en la época decir encamisada o cabalgada nocturna era algo tan claro que no necesitaba de más explicación. Pero cotejando la procesión en camisa descrita por Colón y las antiguas encamisadas profanas es fácil imaginar cómo serían estas celebraciones nocturnas a lo divino, en honor de la Inmaculada Concepción. El resultado podría ser muy parecido a la Encamisá que nosotros celebramos.

En la actualidad se celebran encamisadas en honor de la Inmaculada en algunos pueblos de España, aunque ninguna de ellas conserva todos los elementos que se reúnen en la nuestra. Es posible pensar, sin forzar los argumentos históricos, que todas estas fiestas sean la repetición de una primera encamisada celebrada para festejar uno de tantos pasos adelante como se fueron dando, siglo tras siglo, en favor de la Inmaculada Concepción. Resulta fácil imaginar que en alguna de esas ocasiones, Torrejoncillo se encamisase, se encendieran hachas y luminarias en la noche y se sacase el estandarte de la Inmaculada para vitorearlo y que en lo sucesivo se volviese a repetir el festejo en la víspera de la fiesta de la Inmaculada. Es posible imaginar que las salvas de armas de fuego vinieran a sumarse a la encamisá como un gesto más en honor a la Virgen.

Imaginar he dicho. No creo que esto pueda considerarse nada más que otra teoría que sólo insinúa otro posible origen de nuestra fiesta. Seguimos todavía en la fértil incógnita. Pero tampoco creo que nos importe demasiado, porque el siete de diciembre llega y a nadie le preocupa si fue por Pavía, si fue por el dogma o por otro motivo. El siete de diciembre llega y, amanezca sereno o lloviendo a cántaros, Torrejoncillo se prepara a vivir su noche más hermosa. Las sábanas plegadas y planchadas, los coquillos y el vino dispuestos, los caballos relinchando a la espera de ser aparejados, las hachas atadas y la leña de las horitañas reunida por los vecinos en plazas y plazuelas, allí donde lo angosto de las calles lo permite. Ya han llegado los que vienen de fuera, felices y a tiempo. Sólo falta que den las diez y que el estandarte salga de la Iglesia. Llega el momento. Las palabras no alcanzan para describir lo que pasa en el corazón de los torrejoncíllanos. Los sentimientos, las sensaciones y los recuerdos se agolpan y nos unen en nuestra noche más hermosa. A veces, con una intensidad inusual, nos sorprendemos notando que los recuerdos de nuestras primeras Encamisás se revalidan en esta Encamisá presente. Encontramos entonces, tal vez, lo mejor de nosotros mismos.

Mis primeros recuerdos me devuelven a Torrejoncillo como el lugar donde vivían parientes, amigos y mucha otra gente, pero donde no siempre conseguía encontrar mi sitio. Yo me crié en el campo, mi sitio estaba allí y sólo veníamos al pueblo ocasionalmente, por periodos más o menos largos de tiempo. Venir a Torrejoncillo siempre incluía un componente emocionante de novedad y cambio, pero en cuanto llegábamos ya empezaba a añorar mi sitio y reclamaba volver a él con un curioso ruego que también mi madre recuerda perfectamente, porque tuvo que escucharlo en más de una ocasión: "vámonos ya pal campo, que aquí están los gorrones pegaos", pedía yo con machaconería.

Con aquello de los "gorrones pegaos" que a mí tanto me desazonaba y que era el peor defecto que para mí tenía el pueblo, me refería al empedrado con que por aquella época estaban cubiertas las calles. Los más jóvenes no lo podéis recordar, pero habréis visto en fotografías aquel pavimento antiguo, hecho con cantos o "gorrones" encastrados en tierra, sobre el cual un buen día echaron una capa de cemento como una muestra más del progreso y de los nuevos tiempos.

Pues bien, a mí no me gustaba nada que la calle estuviese llena de gorrones pegaos y eso me hacía desear volver al campo, donde la tierra y los gorrones estaban sueltos, donde la hierba crecía libremente para que por ella circulasen langostos, perritas de San Antón y toda clase de bichos, donde se podía jugar a hacer casas, charcas y corrales con piedras y barro, y donde se podía investigar el interior de los hormigueros y perseguir a las lagartijas.

Había ocasiones, en cambio, en las que Torrejoncillo conseguía convertirse en mi sitio. La más especial de todas era la Encamisá. En la Encamisá todo parecía volverse del revés. A casa iban llegando amigos y parientes forasteros, de esos que no conocía muy bien y que siempre me pellizcaban fastidiosamente el moflete para decir lo mucho que había crecido en los últimos tiempos, y aun con eso, me alegraba de verlos y de que la casa tuviera ese aire festivo. Las caballerías, en vez de labrar o de acarrear los productos del campo, se juntaban para acompañar al estandarte, investidas de repente de una solemnidad y una dignidad desacostumbradas. Sonaban las campanas en medio de la noche y -aunque tal vez el sueño ya me iba ganando- acudíamos al atrio de la iglesia, que estaba casi en penumbras, porque entonces no había focos ni flases que iluminasen la intimidad del momento.

Allí, en el atrio, ocurrían cosas que ponían la carne de gallina. Esperábamos cantando el Pues concebida, que ya entonces me parecía un canto muy dulce y muy hermoso, pero también muy triste, porque a mí conseguía dejarme un nudo de congoja en la garganta. Y luego, entre el repique de las campanas, bamboleando sus borlas por encima de las cabezas de la gente, salía el estandarte azul, como un recorte de cielo, con la Pura linda y pequeñita rodeada de ángeles y de estrellas. Entonces todos, niños y mayores, rompían a echarle vivas y a mí se me quedaban todos en la garganta, allí donde tenía la congoja que me había dejado el Pues concebida, pero no importaba, porque la Pura no se quedaba sin vivas por eso, que los demás ya se los decían por mí y a mí me gustaba tanto oírselos decir y ver que los adultos se comportaban de aquella forma, gesticulando, perdiendo las maneras, gritando sin que les importara nada ni nadie, muchos con los ojos llenos de lágrimas, igualito que los niños, que solíamos gritar y llorar cuando nos venía en gana si era por algo que mereciera de verdad la pena, aunque los mayores siempre dijeran aquello de "Niña, no se grita", "Niño, no se llora"

Y luego estaban las escopetas. ¡Cómo me gustaban las escopetas esa noche, disparando salvas a la Pura! ¡Si no daban ni miedo! Porque las escopetas eran una cosa muy mala y muy peligrosa el resto del año, que las cargaba el diablo, me decían, y luego, si un niño curioso enredaba con ellas, se disparaban y mataban. Ojito con ellas, no había ni que arrimarse a aquella que colgaba en casa de un perchero. oscura y mortífera. Pero la noche de la Encamisá las escopetas llevaban cartuchos sin munición y no querían matar, ni mucho menos. Esa noche dejaban de ser armas de muerte. El diablo no se atrevía a venir a cargarlas con cartuchos de verdad, estando la Virgen tan cerca y todo el pueblo presente. Las escopetas de la Encamisá disparaban hacia las estrellas y era como si también ellas supiesen decir viva María Inmaculada.

¿Qué importaba entonces que los gorrones estuviesen pegaos? ¿Quién se acordaba de eso?, si quedaba tanta noche y tanta emoción, si la procesión recorría las calles, mucho menos iluminadas entonces que ahora, con los faroles encendidos en lo alto, como un luminoso enjambre de luciérnagas.

Torrejoncillo tenía entonces un sitio para mí, finalmente, gracias a la noche más hermosa.

Luego, cuando todo acababa, regresaba a casa como quien termina de salir de un sueño, agarrada de la mano de alguno de los míos, que volvían a comportarse como siempre y a no tener pinta de gritar ni de llorar ni de hacer nada inconveniente. No les preguntaba por qué sucedía nada de lo que había sucedido. Era como un secreto del que yo también, a mi modo, participaba, un secreto que compartía con ellos y con toda la gente de mi pueblo. Y por si se me había escapado algún detalle, sabía que todo volvería a repetirse otro siete de diciembre.

Así, Encamisá a Encamisá, lo mismo que vosotros, fui creciendo. Cuando mi padre fue mayordomo yo tenía siete años y asistí desde cerca a todos los preparativos. Aquella vez la fiesta empezó para mí mucho antes que otros años y la Pura estuvo mucho más cerca que otras veces, entre los cántaros de miel y las arrobas de aceite, entre las artesas de coquillos y los manojos de cohetes, en el ajetreo incesante e ilusionado de todos los de casa. Esperé aquella Encamisá con una intensidad especial y con el orgullo de que fuese mi padre quien llevaría el estandarte. Pero, curiosamente, aquella Encamisá, en la que estuve presente, descubrí sobre todo la nostalgia de los que estaban lejos y no podían participar con nosotros en la noche más hermosa.

Corrían tiempos difíciles, eran los años de la emigración. Muchos torrejoncillanos, familias enteras, habían abandonado el pueblo en busca de trabajo. Estaban repartidos por el mapa de España y de Europa. Algunos han regresado, algunos continúan todavía allí, otros ya no volverán nunca.

Mi padre invitó casa por casa, como se solía, a todos los vecinos del pueblo y tuvo el buen acuerdo de escribir una carta para invitar también a los que estaban ausentes. En los días previos a la Encamisá cartas de todas partes fueron llegando a casa. Sólo unas pocas eran para anunciar que estarían aquí esa noche del 7 de diciembre. El resto, casi todas, expresaban el pesar sincero por no poder estar y prometían su recuerdo en esa noche. Cada carta una historia, un lugar, unas circunstancias y en todas la añoranza, el anhelo de venir, la tristeza por no poder hacerlo y por haber dejado aquí tanta gente, tantas cosas que echarían de menos con más fuerza que nunca en esa noche.

Así supe también que la Pura no sólo nos convoca a los que tenemos la suerte de estar aquí la noche más hermosa. Supe que los que están lejos están también presentes. Después, con el tiempo, cuando la muerte se me fue llevando seres queridos, supe que ellos también estaban, igual que están los vuestros. La noche del 7 de diciembre, la noche más hermosa, estamos todos y todos nos encontramos al calor de las horitañas y de María Inmaculada. Tal vez sea también por eso por lo que esperamos, 365 días al año, a que llegue el próximo siete de diciembre. Tal vez sea también por eso por lo que la noche de la Encamisá nos parece siempre tan corta y tan escalofriante, tan tremendamente hermosa.

Voy terminando ya, pero antes quisiera, si me lo permitís, pediros que cumpláis algunas cosas, pues es misión del que algo pregona no sólo anunciar, sino encargar también lo que sea necesario.

A los mayordomos, les doy mi más sincera enhorabuena y les expreso mi deseo de que sirvan a la Purísima tanto y tan bien como sin duda desean y ella merece.

Al Portaestandarte le doy mis parabienes por el singular privilegio que tendrá de llevar, con firmeza pero también con mimo, el estandarte de la Inmaculada la noche del próximo siete de Diciembre, pues sin duda será para él la más hermosa de todas las noches de Encamisá.

A la Junta Directiva de los Paladines van mis felicitaciones por su manifiesto buen hacer en pro de esta fiesta y el encargo de que sigan haciendo como han hecho hasta ahora.

Al Predicador le deseo que disfrute con nosotros de esta experiencia única, que sepa ver con los ojos del alma el alma de este pueblo y que sus palabras siembren aún más amor por la Virgen en los torrejoncillanos. Y si la peculiar religiosidad de Torrejoncillo le asombrase y llegase a confundirlo en algún momento, no dude en preguntar a nuestro párroco, que conoce bien el paño y que como torrejoncillano vive y siente todo cuanto aquí acontece.

A los niños y niñas les invito a participar con María Inmaculada en su noche más hermosa y les recuerdo, además, que aún están a tiempo de salir una tarde al campo, con sus padres o sus amigos, en busca de hachas y les aseguro que allí encontrarán, además de las gamonitas, todas las maravillas que guarda para ellos el enorme jardín de la Naturaleza.

A todos los torrejoncillanos y torrejoncillanas les exhorto a que vivan un año más su noche más hermosa: a caballo o a pie, con vivas o en silencio, desgarrados por el recuerdo del que ya se fue o inundados de júbilo. Vosotros sois los que sustentáis la pervivencia de esta fiesta, vosotros sois los que hacéis posible la noche más hermosa de Torrejoncillo, acudiendo a la cita del siete de diciembre con María Inmaculada. Carpe diem, aprovecha el día, era la invitación del poeta latino. Carpe noctem es mi invitación para cada uno de vosotros. Aprovechad la noche, no dejéis que se vaya la de la Encamisá sin que sea una vez más vuestra noche más hermosa, coged ese regalo que os hace María Inmaculada y abrazaos a la noche del siete de diciembre, que con ella abrazaréis a quien os la regala.

Termino ya. Este año el pregón no acabará con los encendidos vivas de su pregonera. No los diré yo, ya sabéis que no puedo. Es verdad que podría intentarlo, tal vez quedase bien, pero lo que en vosotros es una expresión natural y espontánea en mí sólo sería un gesto teatral. No creo que a la Pura le gustasen mis vivas.

Decídselos vosotros por mí, como siempre habéis hecho. Prestadme vuestra voz, como cuando, a la salida del estandarte, vuestros vivas invaden y expresan mi silencio. Aprovechad el don que tenéis y no tengo. Mientras la vida dure, mientras podáis seguir disfrutando de la noche más hermosa, no calléis nunca a vuestro corazón cuando de él escape un viva a María Inmaculada.