Dn. Antonio Alviz Serrano
Debo reconocer que cierta agitación interna y nerviosismo se produjo en mi cuando pasé la vista, porque apenas la leí, por la carta que recibí el pasado mes de Octubre. Dicha carta era similar a aquellas que yo enviaba, hace muy pocos años, como Secretario de “Paladines” a las personas que la Directiva invitaba a ser pregoneros de la Encamisá.
No podía ser. Yo no era ningún personaje importante en la vida nacional o provincial, ni siquiera local, y, aunque torrejoncillano, yo no estaba ausente. Tuve que leerla detenidamente y comprobé que la oración se había vuelto pasiva y ahora era yo el invitado.
En breves segundos un montón de dificultades pasaron por mi mente: ¿Qué iba a decir yo? ¿Qué iba a decir yo que no estuviera ya dicho por tan ilustres pregoneros que me han precedido y que han dejado “tan alto el listón”. Pensé una vez más en mis limitaciones oratorias y literarias y sobre todo en un serio obstáculo. Y es que consideraba, y considero, que últimamente uno está muy visto y precisamente en este mismo escenario.
Sin embargo una cosa era evidente: Yo no podía decir no. Ni mis creencias, ni la educación recibida de mis padres, ni el cariño que siento por la Asociación de Paladines, ni mi pasión por la Encamisá, ni el orgullo de ser torrejoncillano, ni la fe en la Purísima, me permitían rechazar la propuesta.
He analizado varias veces qué puede haber motivado esta propuesta a mi persona. No he encontrado más razones que el afecto y la amistad con las personas que hoy rigen la Asociación. Os ruego, por tanto, que me perdonéis la audacia de aceptar tan gran reto como el que tengo delante y para el que necesito y pido la ayuda de María Santísima, ya que sé que Ella “siempre pone la mano”.
Hablar de Encamisá significa adentrarse en la historia y ponerse en contacto con los distintos lugares y épocas en que ha tenido lugar. “Encamisá” es término guerrero, definido claramente por diccionarios y enciclopedias. Valga, como ejemplo, la de Sebastián de Covarrubias, capellán del rey Felipe II, en su diccionario titulado “Tesoro de la lengua castellana y española”, de 1611:
“ Es cierta estratagema de los que de noche han de acometer a sus enemigos y tomarlos de rebato, que sobre las armas se ponen camisas, porque con la escuridad de la noche no se confundan con los contrarios. Y de aquí vino llamar encamisada la fiesta que se haze de noche con hachas en señal de regozijo”
¿Verdad que nos suena esto ya a algo?
Por anteriores pregones y por otros testimonios orales o escritos sabemos que fue frecuente el hecho de encamisarse:
“Encamisá hubo en la guerra de Flandes. Y precisamente la noche del siete de Diciembre.
También sabemos que en la campaña de Pavía no hubo una “encamisá”. Hubo varias. Veamos:
“22 de Febrero de 1524.- Sorpresa de Melzo.- Durante la guerra de Italia, el Marqués de Vasto y el de Pescara dispusieron que 2000 hombres de los Tercios, con la camisa encima del uniforme, para no destacar sobre la nieve, cayeran sobre Melzo, plaza que tomaron, haciendo prisionera a la guarnición francesa. Se llamó a esta acción “la encamisada” y no fue la única durante aquella campaña, aunque sí la primera”.
Y tenemos también constancia de “encamisás” mucho antes, en la Reconquista. ¿En un posible ataque al castillo de Portezuelo? ¿Y por qué no? ¿Realizadas por cristianos o por moros? Todo es posible al convivir durante siglos y al estar, como fue nuestro caso, alternativamente bajo el poder de unos u otros, en esa zona intermedia o de nadie, en conflicto permanente.
¿Por qué, entonces, sorprendernos de los rasgos árabes de nuestra Encamisá? ¿Por qué, si hasta la propia estructura de nuestro pueblo es típicamente árabe? ¿Por qué extrañarnos cuando contemplamos fotos, como las que poseo, de fiestas muy parecidas exteriormente a la nuestra en ciudades africanas como Marrakech, por ejemplo?
Fiesta de origen bélico, imprecisa en el tiempo, donde cualquier especulación es posible, transformada en religiosa y dedicada afortunadamente a la Inmaculada Concepción?
Porque pregunto, ¿Hubiera llegado hasta nosotros como está, si en lugar de capitanear nuestra tropa el estandarte glorioso de María Santísima, hubiera seguido bajo el de cualquier batallón o capitán victorioso? Sabemos rotundamente que no. Las personas nos cansamos de los hombres y de las gestas por muy importantes que éstos o éstas sean. La tradición, en cambio, nos demuestra, y a la vista está, que en Torrejoncillo no nos hemos cansado hasta la fecha, y creo que va a ser difícil, del estandarte que nos preside.
Porque, ¿A quién iba a encomendarse en ese hecho o esos hechos de armas ese soldado español, ese torrejoncillano, más que a su Virgen, cuando es evidente e históricamente cierta la devoción a María en nuestra patria desde tiempos muy remotos?
Devoción que ya en siglo VII propagaba San Ildefonso con su libro “De illibata virginitate Sanctae Mariae”. Que va arraigando siglo tras siglo, con ardientes defensores como el mallorquín Raimundo Lulio o el teólogo del rey de Castilla, Juan de Segovia, quien defiende a la Inmaculada en el Concilio de Basilea.
El pueblo se enfervoriza con María: En 1390, el municipio de Barcelona pide ya la festividad de la Inmaculada. Entre 1400 y 1600 las distintas Cortes españolas van eligiéndola como Patrona. Aparecen nuevas órdenes religiosas, ya con el nombre de concepcionistas. Las Universidades, primero la de Valencia, y posteriormente las de Sevilla, Alcalá, Salamanca y otras hacen promesas y juramentos de defender perpetuamente la Inmaculada Concepción. En la de Salamanca, el cuadro de este juramento aún preside su capilla. La de Granada se compromete incluso con voto de sangre.
En Trento, el cardenal español Pedro Pacheco se convierte en líder de esta defensa. Se multiplican las corporaciones y sociedades, religiosas y civiles que la reconocen como Patrona. No hay pintor famoso de nuestro Siglo de Oro que se olvide de pintar su Inmaculada. Los reyes, ante el fervor del pueblo, comienzan a solicitar la declaración dogmática. El nuestro, Felipe V, lo hace dos veces, en 1713 y 1732..
No hay otro saludo más habitual al entrar en cualquier sitio que el de Ave María Purísima. Ave María Purísima en todas partes: en la entrada de cualquier casa o grabado en las canterías de las puertas, para servir de primer saludo al visitante o de compañía al que pasase por ellas. Aquí mismo, en Torrejoncillo, podemos comprobarlo, y con fecha de 1789.
En resumen, la clamorosa expresión de la fe popular ante María se adelantó muchas centurias a la declaración del Dogma, del 8 de Diciembre de 1854. Hablando claro, hablando “en plata”, como aquí decimos, el pueblo festejó la concepción sin mancha de la Virgen... “sin que se lo mandase el Papa”.
Y es ese mismo pueblo el que casi siglo y medio después, y sólo hace de esto tres años, deja oír sus voces e impide el cambio de esta festividad, porque, sencillamente, querían quitarle su día a la Inmaculada.
La Encamisá es también el reflejo histórico de una noche. Noche mágica, próxima en el año al cambio de estación y, por tanto, llena de leyendas y ritos paganos posteriormente cristianizados, lo que ha hecho suponer a algunos un origen mítico de la fiesta.
Noche de la llamada fiesta de la Ronda, en Labastida (Álava), de la procesión de los Pegotes, en Nava del Rey (Valladolid), del Vítor, en Horcajo de Santiago (Cuenca), de los Arcabuceros, en Yecla (Murcia), de Moros y Cristianos , en Monforte del Cid (Alicante), y, para no ir tan lejos, de Los Escobazos, en Jarandilla de la Vera .
Todas de origen bélico y consagradas a la Purísima Concepción.
Noche sorprendente que se complementa con la que se vive en la ciudad francesa de Lyon, enorme ciudad a orillas del Ródano, donde se celebra la llamada “Fête de Lumières” (Fiesta de las luces):
En esta ciudad, al finalizar la restauración del campanario de la vieja capilla de Fourvière, situada en lo alto de la ciudad, se coloca en lo más elevado del mismo una estatua de la Virgen. Está previsto, el día de la inauguración, iluminar al anochecer la estatua con hogueras para que destaque en la oscuridad. Durante todo ese día llueve a mares y se decide suspender la iluminación porque el agua apagaría el fuego. Repentinamente, al anochecer, deja de llover, y los vecinos de Lyon, de forma espontánea, sacan a sus ventanas miles de lamparillas encendidas, dando a entender a las autoridades lo que quieren. Las autoridades lo comprenden, y ante tan gran entusiasmo, hacen iluminar rápidamente la estatua, que destaca en la noche. Desde entonces, esa noche, Lyon se engalana con tal cantidad de luces, que dan a la ciudad un aspecto, según ellos, único en el mundo. Una vez más, el fervor popular se adelantó a la norma o a la ley.
He creído conveniente recordaros que revivís, revivimos, año tras año, una noche, una historia y una devoción.
Sería ilógico no anunciaros también el grandioso espectáculo en el que vamos a estar inmersos. Espectáculo repetido y siempre nuevo, cuyos protagonistas sólo es la vida quien se encarga de renovar:
Procesión nocturna a caballo. Jinetes ensabanados portando un farol encendido. Sábanas blancas, blanquísimas en contraste con la nocturnidad. Estandarte que ostenta y que ofrece un mayordomo. Infinidad de manos que continuamente se extienden hacia él. Miles y miles de disparos. Multitud que acompaña o espera. Recorrido irregular y original. Niebla, niebla de humo. Cánticos con una sola tonada. Hogueras por doquier. Griterío constante. Derroche de entusiasmo y ... algunas lágrimas.
Espectáculo digno de ser conocido y de dar a conocer. Por eso, turístico. Espectadores sorprendidos por lo insólito de la representación que atraen a otros nuevos. Expansión espectacular de la fiesta en estos últimos años, con proliferación de descripciones y análisis. Descripciones exteriores, a veces, sólo a veces, objetivas y realistas. Estudios interiores totalmente desacertados y casi ofensivos, por analizar a su modo nuestra actuación y por pretender algo que, creo, les resulta imposible, como es intentar descubrir con la razón los caminos del sentimiento.
La Encamisá es para ellos como un árbol de belleza exótica, de raíces hundidas en la historia, de desarrollo muy firme en su tronco, y de hojas extrañísimas, abundantes, variadas y variopintas, que simbolizarían el espectáculo.
Pero son incapaces de ver - porque eso no se ve, eso se siente – la savia que da vida a ese árbol, que bebe en las raíces de sus antepasados, discurre por un tronco orgulloso en el presente y va extendiéndose en las ramas de sus hijos.
Esa es la esencia, que, mientras dure, hará posible la existencia, el ser de la Encamisá.
Esa esencia, esa savia, es el alma de un pueblo, Torrejoncillo, quien, guiado por una devoción, se convierte automáticamente, y sin que nadie se lo pida, en protagonista de una obra cuyo argumento no es otro que el de enaltecer, resaltar, alabar y vitorear a esa Virgen que lleva dentro de sí, su Pura.
A esa Virgen cuya estampa llevas en la cartera o en el bolso y, de vez en cuanto, abres y miras, o en ese llavero que llevas siempre contigo, o en esa medalla que cuelga de un cuello femenino, o en ese distintivo que destaca en tu solapa.
Es esa Virgen cuyas virtudes, aunque no comprendieras, ya oías desde pequeño cuando, después que te lavaban, en el preciso instante de sentir el calor de la muda que venía del brasero, salía de la boca de tu madre aquello de “bendito alabado”, “la Pura limpia”, “señora nuestra”, “concebida en gracia”...
Es esa Virgen a la que te has encomendado, o has encomendado a los tuyos, en los momentos más duros de la vida: allá en la soledad y dolor del hospital, en la falta o en el rigor del trabajo, en la enorme dificultad de aquel examen decisivo, en la tensión del problema familiar, ... en todo aquello que parecía no tener solución.
Es a Ella a quien, en más de una ocasión, has lanzado interiormente más de un viva en esos momentos duros, o en otros de felicidad.
Es por Ella por quien nosotros, torrejoncillanos, torrejoncillanas, nos convertimos en protagonistas, en actores, todos principales, del espectáculo. Representamos el papel sin ensayarlo, y sin embargo ¡qué bien lo hacemos! ¡Cómo lo sentimos! ¡Qué bien nos desenvolvemos en él, teniendo como únicos directores el peso de una tradición y el fervor y la fe en nuestra Purísima!
¡Nos sale redondo! Y todos sabemos muy bien por qué: Porque nosotros no nos limitamos a representar el papel. Nosotros lo vivimos.
Vivimos, insisto, vivimos la Encamisá. Y la vivimos ya los días en que la esperamos ansiosamente. Días en que ya no se habla de otra cosa: cuando se empieza a buscar, preparar o herrar el caballo, a cargar cartuchos, a coger “jachas”, a sacar del baúl las sayas, a plegar las sábanas y a empezar a decir “ya huele a coquillos”.
Ansia que los kilómetros multiplican para el torrejoncillano ausente, esté donde esté: en aquella zona industrial, en aquel solar de construcción, en ese cuartel, en esa oficina, en esa tienda, en tantos y tantos sitios, por desgracia, y en ese aula, donde sé, por experiencia, que, desde muchas fechas antes, flotan en el aire los sones del Pues Concebida.
No hay en esos días palabra más repetida que la palabra “Pura”: “no viene hasta la Pura”, “se despidió hasta la Pura”, “ha dejado tres días para la Pura”, “ahora vendrá pá la Pura”. El Torrejoncillo presente y el ausente ya no vive más que para la Encamisá y la Pura.
El deseo aumenta, el nerviosismo incluso llega cuando, impaciente, con la escopeta dispuesta o con los cohetes en la mano, esperas el toque de la primera novena. Y cuando en ella escuchas las tonadas de siempre, las tuyas, las que te motivan, las que te provocan, algo indescriptible corre por tus adentros y regocijas un año más, o lamentas un año menos, pero con la satisfacción de que no es un sueño: ¡La Encamisá ya está aquí!
Y en la noche grandiosa, la noche por antonomasia de Torrejoncillo, la noche que más que noche del siete parece siete veces noche, ahí están, han estado y estarán presentes los torrejoncillanos viviendo su papel. Cada cual a su modo. Cada cual en diferente lugar: en el caballo, en el atrio, en la plaza, en la puerta de casa, en el recorrido, quizás... en la distancia.
Imposible imaginar, y de ahí el mérito, que de tal variedad de lugar y personajes salga esa acción envidiable en su conjunto, y que, en medio de tal bullicio, se produzca ese proceso de paz interior, de vivir contigo mismo, de obligarte a ser el que realmente eres o el que debieras ser, de provocar la unión de un pueblo aunque sólo sea por una sola noche..
Acción inenarrable, donde se da la paradoja de estar presentes los ausentes. No hay hijo alejado del pueblo cuya imaginación falte a la cita de esa noche y que no piense al dar las diez: “Ahora sale la Encamisá”. O que más tarde calcule :”Ahora va la Encamisá por tal sitio”. O telefonee, al suponer que pasa por casa de sus familiares o amigos, o viceversa. Y el final de la conversación siempre el mismo: un viva.
Mayor paradoja aún es gozar de la compañía de los que se fueron para siempre. ¿Quién no los tiene consigo con mayor intensidad en esa noche? El pensamiento, el recuerdo, la emoción y el lamento nos llevan a soñar con que nos están viendo, orgullosos al contemplar que hacemos lo mismo que ellos hicieron, y a imaginarlos celebrando una Encamisá total, en compañía de Ella, ya que Ella les ha concedido, por haber sido tan buenos actores, el mejor óscar para un torrejoncillano: estar a su lado.
Todo eso y mucho más – algo que mis pobres palabras no llegarán nunca a bien plasmar- es la Encamisá: la fiesta de la Reina y la reina de las fiestas. Historia y presente. Serenidad y entusiasmo. Intimidad y bullicio. Sentimiento y vida.
A eso. A vivir la Encamisá es a lo que os convoco desde este humilde Pregón, que realizo con más entusiasmo que otra cosa por mi Virgen, en mi pueblo y para mi pueblo, sin otros medios que un gran amor hacia él y una enorme fe en Ella.
Son vuestros propios corazones quienes sienten la llamada, sin necesidad de que yo os lo recuerde. ¿Cómo voy a pretender recordaros lo que tanto deseáis. Mi pregón, mi convocatoria es simbólica. Permitidme que os la haga así:
Me han elegido este año
-perdonadme que lo haga-
para citar a mi pueblo,
aunque sé que no hace falta,
a la mayor de sus fiestas,
hermosa donde las haya,
en honor de nuestra Pura,
que es, de verdad, quien nos llama.
¿Y qué queréis que yo diga?
Lo diré en cuatro palabras:
“Haced lo que se ha hecho siempre.
No os dé vergüenza de nada”
Cuando sea el oscurecer,
niños ¡ a encender las “jachas”!,
y a quemarlas en familia
junto a aquella “joritaña”
que han hecho grande, muy grande,
muy cerca de vuestras casas,
pues la Virgen agradece
el calor cuando Ella pasa.
Y tú que a caballo vas,
¡ ponte la sábana blanca!:
Ve a recoger el farol
y a empezar la cabalgada,
detrás de los mayordomos,
detrás de las tres estampas.
Si es que llevas escopeta,
llévatela bien cargada:
cada disparo es un beso
que se tira en la distancia
para que lo oiga allí arriba
la mujer a quien los lanzas.
Tú, mayordomo, que vas
a portar tan regia dama,
has de saber que tu pueblo
esa noche te acompaña
en la honra y en la gloria
que tienes encomendada.
A los que vais a ir a pie,
a eso que llamáis andarla,
a vosotros que ponéis
a la Encamisá la salsa
en la calle, la plazuela,
en el balcón o ventana,
en el lugar de costumbre
tenéis la cita fijada.
Quiero no olvidar a nadie.
A todos va mi llamada.
A todo el que tenga o sienta
sangre torejoncillana,
a todos, todos, convoco
a las diez, allí en la Plaza.
Y en el momento que suene
la tercera campanada,
y de la iglesia la puerta
se abra entera, iluminada,
y salga la azul insignia,
tanto tiempo tan ansiada,
con esa imagen bendita
que llevamos tan grabada,
llegó nuestro gran momento:
Vamos, vamos a aclamarla.
Que se eleven hasta el cielo
esas enormes descargas.
Que los cohetes, en lo alto,
hagan de la noche un alba.
Que se extiendan bien los brazos
y de las manos las palmas,
cuando baje el estandarte
por el atrio o por las gradas,
en ese común deseo
de querer todos tocarla.
Que no cese el griterío.
Que no paren las gargantas
de lanzar vivas y vivas,
te salgan como te salgan,
que es un modo muy de aquí,
de a la Virgen dar las gracias.
¡Cántale el Pues Concebida!
¡Canta el Patrona de España!
Y llámala oliva verde,
llámala pura y sin mancha,
y tantas cosas bonitas,
aunque se viertan las lágrimas.
Y que suene fuerte el grito,
grito que sale del alma:
¡Viva, viva, viva y viva,
Viva María Inmaculada!