Dn. Juan María Núñez González
“La Encamisá”, la dramatización de una leyenda.
Enorme responsabilidad, tremenda carga, echaron sobre mis hombros, señor presidente y señores miembros de la Directiva de los paladines de la Encamisá, cuando decidieron –estoy seguro que por razones de amistad- fijarse en mi modesta persona y conferirme el inmenso honor de nombrarme pregonero de la Encamisá 1985.
Tremenda carga y difícil tarea es, sin duda, la de tener que anunciar a ustedes algo que, como protagonistas, llevan impreso en su alma -y no creo exagerar- desde su más tierna niñez: la fecha del 7 de diciembre, día de la Encamisá. Pero además, a la dificultad de la empresa de enseñar al que ya sabe, se suma ahora la responsabilidad de quien tiene que asomarse a una tribuna en la que tan ilustres e importantes personas le han precedido.
Si hubiera algún modo de justificar mi osadía, el haberme atrevido a aceptar el encargo de tan honrosa misión, les diría que fue en primer lugar la amistad que me une con los miembros de la Directiva –sin duda mi mayor mérito- y, sobre todo, mi condición de torrejoncillano lo que convirtió esta dificultad no ya en deseable, sino hasta en irrenunciable. Por otra parte, me animaba en ustedes una virtud muy conocida por mí: la magnanimidad y generosidad de quienes siempre estáis dispuestos a tolerar y pasar por alto balbuceos, nerviosismos y otras faltas de las que estoy seguro, ya habrán tenido ocasión de disculparme. Mas no por ello pienso abusar; así es que desde ahora mismo hago propósito de aplicarme el viejo precepto conceptista que, en particular versión y adaptada a mi persona, debería rezar: “Lo malo si breve dos veces menos malo”. Voy a intentarlo.
Quiero pedirles, eso sí, un pequeño esfuerzo participativo: que con su imaginación me acompañen en un viaje a través de los tiempos, para el que nos valdremos de la única máquina capaz hoy día de cumplir con tal propósito: la Historia.
En pleno siglo XIII.
Nuestra primera expedición podría llevarnos –y no es más que un ejemplo- a los tiempos en que los reinos de Castilla y León quedan definitivamente bajo el cetro de un solo rey. En pleno siglo XIII. Los árabes llevan ya más de quinientos años en España: cinco siglos de luchas constantes tratando de expulsar al invasor; medio milenio de Reconquistas, en el que los cristianos han ido disputando metro a metro el solar patrio. Ante nosotros, bosques de encinas, jarales, tierras onduladas y, a veces, fértiles de la Extremadura. Los “extrema Duri” que llamaron los cristianos de la parte allá del Duero, su límite por el norte, como cantara Machado poniendo ritmo al emblema soriano: “Soria fría, Soria pura / Cabeza de Extremadura”.
Tierra de nadie, escenario durante tanto tiempo de operaciones bélicas, es Extremadura un vasto territorio semidesértico, colocado como inmensa frontera entre moros y cristianos. Algunas ciudades y villas fortificadas o con pequeñas fortalezas (castillos, torres, “torrehones” y “torrehoncillos”) salpican el paisaje, en buena parte calcinado por continuas guerras y saqueos. Durante mucho tiempo han ido pasando de unas manos a otras, hasta que por fin quedan bajo el dominio del rey cristiano, que las repuebla con colonos venidos del norte. Y es en esas villas reconquistadas y repobladas donde el rey recluta sus ejércitos, las llamadas milicias concejiles, para realizar operaciones de castigo, pequeños golpes de mano por sorpresa, casi siempre de noche. Estos pequeños ejércitos están formados por los hombres del concejo, villa o pueblo, que obedecen a su jefe natural, el alcalde, también llamado mayordomo, merino o juez.
Asistamos a una de estas levas:
Una noche fría, de invierno. Un jinete llega presuroso ante las guardias de la villa, siempre vigilada por hombres armados. Se vive en permanente estado de guerra. Rápidamente es conducido a la casa del alcalde mayor. Ahora los hechos se suceden vertiginosamente: un repique de campanas rompe el silencio de la noche. Es la señal de alarma: el enemigo está cerca o es el pregonero real que viene a anunciar la cabalgada. En un instante la preocupación se ha adueñado de todas las casas. Un incesante ajetreo sustituye la tranquilidad del hogar y perturba el plácido sueño: hombres que hacen sonar al batir sus armas siempre prestas; caballos que relinchan, protestando ante tan intempestivo aparejo; mujeres que preparan raciones de comida “para tres días”, que así está mandado. Por todas partes se encienden hogueras –joritañas- , antorchas y hachas para disipar las sombras, que así lo ordenan regias y severas leyes:
“Después del sol echado, si fallaren las guardas alguno andando por las calles de noche sin lumbre, tómenle todos los vestidos y metanlo en el cepo fasta la mañana. Por la mañana denlo al conceio e, si vecino fuere o fiio de vecino, denle de mano desnuido. Si fuer non conocido, enforquenlo”.
¡Tal era el temor a los espías en un continuo estado de guerra!
En muy poco tiempo, todos los hombres en edad de llevar armas se han concentrado en la plaza: caballeros y peones -gentes de a pie, sin posibles para mantener un caballo- que portan lanzas. Ancianos, mujeres y niños forman una corona expectante alrededor de la improvisada tropa, a cuyo frente está ya el alcalde mayor. Suena un cuerno, una trompeta quizá, y por momentos sólo se oyen relinchos y el grave pisar de cascos, sobre los que se eleva solemne la voz del pregonero que dicta el bando real:
“Por mandato de mi señor, den Fernando, por la gracia de Dios rey de Castilla y de León, de Toledo, de Galicia, de Cuenca y de Extremadura, os convoco a todos vosotros, vecinos e fijos de vecino, a acudir en cabalgada contra el infiel e descreiente enemigo”.
Suenan tres toques de corneta y los nervios contenidos explotan en estruendosa algarabía: un aluvión de cánticos y vítores restallan por las gargantas de las mujeres, propagándose como el eco por las de los enardecidos guerreros. Es el momento en que el sacerdote entrega al ahora capitán la bandera, el estandarte que acaba de bendecir. Lágrimas de emoción en los ancianos, miradas infantiles de futuros guerreros acompañan a la hueste que poco a poco se va perdiendo en la oscuridad.
Serán dos o tres días de profunda inquietud, de preocupación y de ansiedad, que se tornarán en júbilo, a su regreso, si hubo victoria. Entonces se repetirán escenas similares a la de la entrega del estandarte, con la emoción desbordada por el agradecimiento a la protección divina. Mas tarde, la hueste marchará hasta la casa del mayordomo que, por orden, irá haciendo el reparte del botín arrebatado al enemigo: primero, los caballeros, después, los de a pie, y por último, quizá también, los que permanecieron guardando la villa.
300 años después.
Y aquí termina la primera etapa de nuestro viaje.
En nuestra segunda jornada, caminamos en sentido opuesto: hacia nosotros. Recorremos así unos trescientos años. La Reconquista ha terminado. Todos los reinos de España, al igual que otros Estados europeos y el Nuevo Mundo, ya descubierto, se encuentran ahora bajo una sola corona: la del emperador Carlos V.
En esta ocasión, nuestra máquina nos permite vislumbrar mejor la época objeto de nuestra andadura: nos encontramos en los finales del mes de noviembre o primeros días del de diciembre de 1524; pocas semanas antes de la famosa batalla de Pavía, en la que el propio rey de Francis, Francisco I el Cristianísimo –como se le llamaba- , caerá prisionero. La rivalidad de estas dos coronas ha desembocado en una guerra, cuyo principal teatro de operaciones será Italia, y allí nos trasladamos, concretamente a la región de Lombardía, en el norte, en el “jardín de toda Europa, regada del Po, tan famoso, y de otros muchos y muy caudalosos ríos” –que nos describen las crónicas. En lo mejor de su llanura está el Estado de Milán. Al sur de esta ciudad se encuentra Pavía, hoy capital de la provincia del mismo nombre.
El ejército que comanda personalmente Francisco I –integrado también por suizos- es tan poderoso que las tropas del Emperador Carlos rehúsan una y otra vez plantarles cara en una batalla definitiva. Tan envalentonado está el francés ante lo que cree una huida del enemigo, que llega a clavar un pasquín en Roma, en el que leemos:
“Quien quiera que supiere del campo del emperador, el cual se perdió entre las montañas de la ribera del Génova pocos días ha, véngalo manifestando, y dalle han buen hallazgo. Y donde no, sepa que lo pedirán por hurto y se sacarán cédulas de excomunión sobre ellos”.
Entre tanto, el ejército del emperador, integrado por alemanes, italianos y españoles, consciente de su inferioridad, trata de encontrar la estrategia adecuada a su situación. Entre las tropas españolas volvemos a encontrarnos con las milicias concejiles, de peor aspecto y muy desaliñadas en la uniformidad, pero expertas en la guerra de guerrillas en la que tanto saber han acumulado durante los ocho siglos de reconquista. A ellas se les encomienda la guerra de desgaste. Pero dejemos que nos lo cuente un cronista de la época, Pedro Mexía.
“Ningún día pasó que no oviese escaramuça y rebatos muy grandes , ansí entre los dos campos como entre los de Pavía y los franceses, en los quales las más vezes los imperiales se aventajavan y llevaban lo mejor. E principalmente los ardides y dirigençia del marqués de Pescara eran tantos y tales, que sólo un momento de día ni de noche no dexava reposar a lo enemigos, con escamisadas y rebatos que les dava”.
Y fueron esas mil pequeñas escaramuzas y golpes de mano los que acabaron por minar el poderío del ejército francés, cuyo final, en Pavía es conocido de todos.
Pero acerquémonos a contemplar una cualquiera de ellas, dejándonos llevar esta vez de la mano de otro de sus cronista, Fray Prudencio de Sandoval, nacido sólo unos años después de los hechos y que, sin duda, tuvo ocasión de tratar con sus protagonistas. El va a ser desde ahora nuestro guía:
“Y aquella noche, a la hora de las nueve, andarían los atambores sin las caxas, sinosólo con los palillos, tocando por los cuarteles para que todos se armassen, y con camisas encima de las armas y de los vestidos, saliessen a ponerse en los escuadrones. Y los que tuviessen camisas sobradas, las diessen a los tudescos que no las tenían, y los demás de sábanas y tiendas, y si bastassen, de pliegos de papel se cubriesen los cuerpos, para ser conocidos en la escuridad de la noche”.
Y de nuevo volvemos a encontrarnos con el fuego, con las hogueras, como elemento integrante de estas cabalgadas nocturnas.
“Y siendo esto hecho” –sigue relatando nuestro guía- “pusiessen fuego a sus tiendas, chozas o barracas que todo el ejército hacía lo mismo”.
También aparece aquí ya el antecedente más remoto de nuestras escopetas, el arcabuz:
“Y a este tiempo los sargentos mayores de la infantería española (...) tenían apercibida toda la arcabucería, y en comenzando a marchar los escuadrones, hicieron una maravillosa salva con lo que se regocijó todo el ejército y los que en la ciudad quedaban, puestos en los muros y torres para verlos salir”.
Particularmente graciosas son las anécdotas que rodean a esta estratagema nocturna, y que nos narra nuestro eventual cicerone. Por ejemplo, la conversación de dos centinelas al ver acercarse un escuadrón de encamisados:
“ Y cuando ellos llegaron, comenzó el uno a decir al otro:
- “Oyes; no sé qué me veo hacia aquella parte menearse blanco”.
El otro respondió:
- “Calla; que no es sino los árboles que están nevados y con el viento se menean”.
Especial resonancia tuvo una de estas escaramuzas; el asalto a la villa de Melzi, en el que los españoles consiguieron un gran botín y un buen número de prisioneros. Unos días después aparecía en Roma otro pasquín que respondía así al que colgaran anteriormente los franceses:
“Los que por perdido tenían al campo imperial, sepan que ya es parecido. El cual pareçió en camisa un día en amaneciendo muy helado. Y con ir de esta manera se llevó en las uñas doscientos hombres de armas y otros tantos infantes”
Forma tan particular de luchar debió causar impresión y desconcierto entre quienes lo veían por primera vez. Y dado que las camisas de la época debían ser bastante holgadas, más bien camisones, no es extraño lo que nos cuenta el cronista que aconteció en la parte francesa: el almirante de Francia, que estaba dolido con su rey, Francisco I, porque diariamente lo hacía blanco de sus burlas desde una derrota que le habían infligido los españoles, cuando se enteró del ataque a Melzi, se fue al aposento del rey, diciendo: “ Muchas veces me ha preguntado vuestra alteza de los españoles que me rompieron y yo siempre he respondido que duermen, y vuestra alteza creía ser así: esta mañana se han levantado en camisa y os han llevado la gente que en Melza estaba. Por eso, mirad lo que hacéis que si los dejáis vestir, no será mucho que nos lleven a todos”.
Aquí termina nuestra segunda y última etapa. Todavía podríamos haber hecho alguna otra incursión en los recuerdos que de su propio pasado guarda nuestra Encamisá.
En efecto, las luchas diplomáticas, y no tanto, que sobre todo desde el siglo XVII, cien años después de la batalla de Pavía, mantuvieron los teólogos españoles concepcionistas, para conseguir la definición del dogma de la Inmaculada, y su repercusión en el pueblo podría ser objeto de nuestra andadura histórica, pero ya fueron elocuentemente analizadas hace algún año por un ilustre paisano nuestro. Asimismo las encamisadas de la primera guerra carlista, pero todo ello supondría alargar excesivamente nuestro recorrido y me he propuesto no abusar de su generosidad.
Dramatización de una leyenda.
No obstante creo que ahora ya nos encontramos en la perspectiva adecuada para ver en nuestra Encamisá la dramatización de una leyenda -y leyenda no significa en absoluto ficción, aunque sí sea un claro intento de transformación de la realidad en el sentido más positivo-; una leyenda en la que confluyen varias tradiciones, algunas de las cuales hemos podido evocar: la cabalgata medieval, la estratagema militar de la “encamisada” –derivación de aquella y antecedente más claro de nuestra fiesta- y la pugna entre concepcionistas y anticoncepcionistas – que culminará el 8 de diciembre de 1854 con la bula Ineffabilis de Pío IX.
No estamos en condiciones de saber si estas tradiciones fueron ya una sola en los orígenes de nuestra fiesta, o si la advocación a la Inmaculada se incorporó en una época posterior, pero eso es lo que menos importa a nuestro propósito.
En la coche del 7 de diciembre, víspera de la Pura, realizamos –lo que he llamado- la dramatización, la representación de un hecho histórico legendario, que ha terminado por convertirse en la principal seña de identidad del ser torrejoncillano: Torrejoncillo, el pueblo de la Encamisá.
Un drama en el que los actores, todos los torrejoncillanos, comenzaron a aprender su papel nada más venir al mundo; un papel siempre intercambiable: el de caballero, el de infante, el de pueblo que sale a despedir y a recibir a la hueste.
Una leyenda que habla, sin duda , de hazañas bélicas, pero con personajes anónimos. No hay héroes en ella. O, mejor, sólo hay uno, una heroína, la Inmaculada; acaparadora en esa noche del amor de todo un pueblo que en eso se identifica. En eso y en su conservación y transmisión. ¿Cuánta magnanimidad hay en su grandiosa humildad!
Con nuestra Encamisá escenificamos la salida de la hueste hacia la guerra y su vuelta en olor de multitudes, que culmina con la entrega del pendón victorioso, del estandarte protector; para, finalmente, acudir a un acto más profano, pero no por ello frívolo ni sin sentido: el reparte del coquillo. ¿A caso no recuerda el del botín arrebatado al enemigo que el mayordomo va distribuyendo por orden: primero, a los jinetes; después, a los de a pie, al pueblo en general?
Aquí la historia se ha transformado en sus aspectos más positivos; toda la tragedia y la crueldad de la guerra ha desaparecido. Ya no se encienden jachas y joritañas porque un ley castigue al vagar en la oscuridad. Son ahora metáforas vivientes del abrazo, del calor de la amistad. Las mujeres que cantan, gritan y llora a la salida y entrada del estandarte representan y son al mismo tiempo aquellas que, un día de Dios sabe qué año, encomendaron a la divina protección de María a sus padres, hermanos, maridos o hijos, que marchaban a la guerra. Las mismas que los enardecieron con sus vítores y cánticos. La única diferencia es que ahora los encomiendan y enardecen para la vida diaria y para la paz.
Hasta las escopetas, vástago moderno de aquellos antiguos arcabuces, han transformado y conmutado su papel: armas portadoras de muerte -¡qué gran paradoja en la noche del 7 de diciembre!- se metamorfosean y convierten en cálidas gargantas que devuelven el eco de los vítores en su muda y atronadora lengua de fuego.
Una leyenda transmitida.
Es nuestra Encamisá una leyenda transmitida oral y visualmente. Me parece como si de un gran poema épico, nunca escrito, se hubiera desgajado una escena, unos versos dotados de vida. Poesía para iniciados, en la que la emoción es el único camino para disfrutar de su belleza, para penetrar en el arcano de sus misterio, para sentirla y comprenderla. Para ello hay que vivirla como actor, no como espectador. Como actor que encarna un personaje de siglos, presentándole su alma desnuda, libre de falsos prejuicios y opiniones pseudo intelectuales –muy cerca siempre de la pedantería y del desprecio a cuanto se ignora-, Hay que dejarse arrebatar por esa emoción, la que nos hace cantar, gritar y hasta llorar; porque, cuando así actuamos, nos estamos dejando llevar por una de las pasiones más nobles del alma humana: el estremecimiento, la conmoción que experimenta quien se siente transmisor y creador al mismo tiempo; la de quién logra, unido a su pueblo, identificarse con él y encarnar un drama, sabedor de que desde muchos, muchísimos años, sus antepasados vienen viviendo y recreando las mismas escenas. Sin que tenga que haber otra razón –que el corazón desconoce- que la de mantener viva la llama que nuestros padres nos transmitieron heredada, a su vez, de sus mayores, y formando así una cadena cuyos últimos eslabones se pierden en la noche de la Historia.
Les dije que iba a ser muy breve y no sé si lo habré conseguido. Pero no quisiera terminar, sin haberles dado lectura a mi pregón, viviendo y recreando yo también la escena del enviado del rey para anunciar la formación de la hueste. Y también yo daré los tres toques de corneta; tres toques simbólicos, preludio de la fiesta, cuyo eco –estoy seguro- veré propagarse por las gargantas de todos ustedes:
“Por mandado de mi Señora, María Virgen e Inmaculada, Patrona de España y Reina de los Ángeles, os convoco a todos vosotros, torrejoncillanos, a vivir, sentir y recrear la Encamisá 1985”.
¡VIVA MARÍA SANTÍSIMA!
¡VIVA LA PATRONA DE ESPAÑA!
¡VIVA LA ENCAMISÁ!