D. Eduardo Testón Oliva
María Inmaculada, señor Presidente y miembros de la Directiva de Paladines, señor Alcalde, Sacerdotes, señor Mayordomo y señora, compañera Oferente, querida familia, amigos y paisanos. Un saludo también para aquellos que esta noche nos siguen por televisión o por Internet. A todos, buenas noches.
Hace mucho tiempo, en una desapacible noche de otoño, estaba yo sentado con mis padres, al calor del brasero, cuando recibimos la inesperada visita de varios miembros de la asociación: venían a solicitar mi colaboración para formar la pareja de niños que presentase el pregón del año '94. Aquel acontecimiento supuso para mí una gran responsabilidad, por eso quiero agradecer a estos jóvenes presentadores su pequeño gran esfuerzo, pues sé por experiencia los nervios que se pasan.
Casi veinte años después, pero esta vez por teléfono, otra noticia inesperada vendría a poner en mis manos una nueva responsabilidad: había sido designado para ser el pregonero de la Encamisá de este año. Superados los primeros momentos de incredulidad, pues estaba convencido de que se trataba de una broma, y aún bajo los efectos de la sorpresa, mi reacción fue la de denegar el honor que se me hacía, pues empezaron a asaltarme, sin poder evitarlos, pensamientos en que se mezclaban el vértigo, el desconcierto, la inseguridad… Fueron tantos y tan atropellados que apenas escuchaba a quien al otro lado del teléfono me invitaba a aceptar; yo sólo tenía oídos para mis propias dudas, dudas que se disiparon en el momento, en que me sorprendí a mi mismo respondiendo: ¡Sí!
¿Qué fue lo que me decidió a aceptar? Lo que me infundió la fuerza y el empeño necesarios para acometer esta labor fue pensar en mi madre, en la alegría de la que podría hacerle partícipe. Por eso me vais a permitir que dedique este pregón, y muy en particular la ilusión que en él he puesto, a ella, que hoy, por motivos de salud, no puede acompañarnos.
El trabajo ha sido duro, pero ahora que estoy aquí, me alegro mucho de haber aceptado, me siento muy agradecido y afronto esta tarea con toda la modestia de la que soy capaz, plenamente consciente de que no soy un gran orador. Pido disculpas, por anticipado, por aquellos errores en los que mi pregón y mi exposición pudiesen incurrir. Y antes de comenzar, quisiera agradecer a la asociación de Paladines la labor que llevan realizando desde hace cuarenta años, porque debéis, con justicia, sentiros satisfechos de haber conseguido el propósito de vuestro lema: “perpetuar, enaltecer, divulgar, conservar y perfeccionar la fiesta”.
Cuarenta años de pregones dan para mucho y la festividad que conmemoramos ha sido abordada en ellos desde múltiples puntos de vista: filológico, teológico, histórico... Sabias y hermosas palabras de otros antes que yo han intentado arrojar luz sobre asuntos tan diversos como el dogma de la Inmaculada Concepción, los inciertos orígenes de la fiesta o el carácter que ésta tiene de seña de identidad de un pueblo, el nuestro. Nada nuevo podría yo aportar sobre estos particulares. Por eso me decidí a llevar mi pregón, no sólo al terreno de lo personal -es decir, al de la evocación de cómo he vivido esta fiesta desde que era niño- sino también al de un aspecto que es el siguiente: orígenes y simbología de las representaciones de la Inmaculada; tema fecundo por haber en la historia del arte español una riquísima y antigua tradición de representar a la Purísima, señal de la devoción que por ella ha habido en este país desde hace siglos. Siendo la Inmaculada, la patrona de Torrejoncillo, contamos aquí con dos ejemplos pertenecientes a esta tradición: la talla que hoy preside el altar mayor y la imagen bordada en el estandarte.
Así pues, voy a hacer una breve exposición sobre este tema, con el ánimo de arrojar, en la medida de mis posibilidades, un poco de luz sobre este elemento investido, a mi parecer, de una fortísima carga emocional, pues antes que las palabras, antes incluso que los sonidos, las imágenes hablan al alma con inmediatez y son las primeras en acudir a nuestro reclamo cuando intentamos evocar un recuerdo, hablándonos sin decir nada, afirmándose con más fuerza incluso, que el discurso más claro. Porque toda imagen, sobra decirlo, es un símbolo.
“No tiene niño en los brazos, antes tiene puestas las manos, cercada de sol, coronada de estrellas, la luna a sus pies, con el cordón de San Francisco a la redonda(...) Hase de pintar con túnica blanca y manto azul, (…) en la flor de su edad, de doce a trece años, hermosísima, lindos y graves ojos, nariz y boca perfectísimas y rosadas mejillas”.
Con estas palabras Francisco Pacheco, pintor, teórico del arte y suegro, además, de Diego Velázquez, indica a pintores y escultores cómo resolver en términos visuales el tema de la Inmaculada Concepción. No tenemos más que mirar a los ejemplos aquí presentes para comprobar hasta qué punto este modelo conoció en España gran fortuna, pues tanto nuestra talla como la imagen del estandarte responden, punto por punto, a la descripción.
Esta iconografía, sin embargo, ni fue inventada por Pacheco ni se estableció rápidamente, antes bien, fueron necesarios el concurso del tiempo y de varias influencias para que el arte español llegase a una formulación tan perfecta. Dos son las fuentes principales en las que hay que buscar los orígenes del modelo, una iconográfica y otra literaria. La primera es la “Virgen vestida de espigas”. La segunda, el libro del Apocalipsis, el Cantar de los Cantares y la Letanía Lauretana, si bien de estos dos últimos no voy a ocuparme por haber servido de inspiración sólo a obras pictóricas.
La “Virgen vestida de espigas” es una tipología alemana de fines de la Edad Media y representa a la Virgen a las puertas del templo, antes de ser desposada, de pie, con el pelo suelto y las manos sobre el pecho en actitud de orar, y que sería un símbolo, no de la inmaculada concepción de la Virgen sino de su fecundidad y perpetua virginidad. Gracias a los grabados este modelo se difundiría con éxito por Francia y por España. Por su parte, los versículos del Apocalipsis a los que nos remiten varios elementos de la iconografía inmaculista, ya han sido citados, o casi, pues las frases de Pacheco que he leído son una refundición de aquéllos. La diferencia principal es que en el libro de la Revelación se menciona a un personaje que omite el pintor y teórico, el dragón al que la Virgen somete. Así, nos dice el Apocalipsis: “Y fue lanzado fuera aquel gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña a todo el mundo; fue arrojado a la tierra y con él sus ángeles”. A pesar de que algunos artistas prescindan de este elemento, el dragón -o en su versión menos fantástica, la serpiente- posee a mi juicio un significado esencial, pues en él se expresa, mejor que en ningún otro elemento, el sentido último de la naturaleza de María, que es, como ya sabemos, redimirnos con su pureza del pecado original.
Pues bien, no será hasta bien entrado el siglo XVII cuando pintores de primera línea establezcan, cada uno con su particular estilo, un género inequívocamente español. Pasemos ahora a desentrañar el significado de los elementos que lo constituyen y os invito a seguir y reconocer cada uno de ellos a través de la geografía que nos ofrece la talla de Nuestra Pura:
- La luna que la Virgen tiene a sus pies simboliza la fecundidad, el binomio muerte-resurrección y la luz en la oscuridad, el principio femenino, opuesto y complementario del masculino, que es el sol, fuente de vida y majestad suprema, inmortal e invencible. Esta simbología es tan antigua como el mundo mismo, y podemos rastrearla en todas las culturas del oriente próximo y de la cuenca mediterránea.
- El azul del manto y el blanco de la túnica aluden, respectivamente, a la pureza y a la gracia que sólo Dios dispensa.
- El cordón anudado a la cintura es el de Francisco de Asís, el santo italiano que abrazó la humildad y la más absoluta pobreza para honrar a Dios, y cuya orden, por él fundada, defendería con fervor la doctrina inmaculista.
- La palma, símbolo de remotos orígenes mesopotámicos, se asocia a la sabiduría, la justicia y la esperanza en la salvación, pues al no perder sus hojas la palmera se afirma como una promesa de eternidad.
- Y la corona de doce estrellas que nimban la cabeza representaría a las doce tribus de Israel, atributo que sella la alianza entre el antiguo y el nuevo testamento. Como nota curiosa puedo contaros que la bandera de la Unión Europea, doce estrellas dispuestas en círculo, sobre fondo azul, aprobada, precisamente, un 8 de diciembre, no representa el número de estados miembros, sino la perfección, lo completo y la unidad, atributos que se asocian al número doce y que, al coronar a la Virgen, proclaman su autoridad con mayor imperio, si cabe.
Así pues, la idea de la Virgen que todos estos símbolos nos transmiten podría ser la siguiente: María es la madre universal y eterna; su bondad se yergue, victoriosa y sabia, sobre todos los males, pero humildemente, perdonando todo, y es una promesa de amor y consuelo y un faro que apaga la oscuridad del mundo. Qué sirva esta imagen, así caracterizada, para ofrecer esperanza a todos nuestros seres queridos cuya salud se quiebra.
Y ya que de símbolos habla este pregón, voy a detenerme en uno que por su protagonismo en la Encamisá merece también ser explicado. Me refiero al fuego, que es además la imagen más nítida que asocio a esta fiesta. A lo largo de la historia, el lenguaje del fuego se ha ido enriqueciendo con una rica variedad de significados, variedad que deriva de su doble naturaleza, creadora y destructora. Pues el fuego calienta, ilumina y purifica. Pero también destruye. Nada extraño tiene, por lo tanto, que haya simbolizado cosas tan distintas como la presencia de la divinidad o aquellos sentimientos movidos por la pasión: el odio, el amor, el entusiasmo...
Pero dejemos si me permitís, la palabra “fuego” y echemos mano de otra que es con la que a mí, me gusta llamarlo: “lumbre”, que en su origen significa “luz”. Y es que, según dejamos la calle Barrio Nuevo, se abre un pequeño espacio, donde nos encontramos con la primera de las lumbres que irán jalonando, el recorrido de la procesión. Es aquí donde me he criado; es en esta pequeña plaza donde he pasado jugando muchas horas de mi infancia. Y es, éste, un lugar que ha tenido un especial significado en el modo en que siempre he vivido la Encamisá. Voy a explicaros por qué, con la certeza de que más de uno os sentiréis identificados. Mi experiencia, a fin de cuentas, es sólo un símbolo, otro más, en el que me gustaría incluir la de todos vosotros.
Como bien han sabido expresar quienes me precedieron, el sentimiento que aflora al llegar estas fechas empieza a emerger en pequeños detalles: por un camino o por otro, la leña, las jachas, los cartuchos, los dulces, los caballos, las sábanas, las novenas... todos ellos desembocan en el mismo sitio, que es la expectación ante la cercanía de la Encamisá. Así, en mi caso, lo que marcaba el comienzo de la cuenta atrás para la gran noche, eran los preparativos de la lumbre, en los cuales he participado desde pequeño y cuyo recuerdo es el que más afectuosamente guardo. Lo primero, era ir a por la leña, labor para la cual nos juntábamos la familia y a veces, también, allegados que querían echar una mano. Asocio, inevitablemente, esta tarea y este recuerdo al día de la Constitución, que por ser festivo permitía que estuviésemos todos en el pueblo; tocaba madrugar y había que abrigarse bien para ir montado en el remolque, y que el frío de las primeras horas de la mañana no entrase hasta los huesos, disfrutando de cada bache y jugando a mantener el equilibrio. Yo me dedicaba a seguir las indicaciones de los mayores, y cuando tocaba arrimar el hombro para subir la leña al remolque, intentaba ayudar tanto como el que más.
Tras esta labor tan ardua, llegaba el momento de la distensión: recogíamos unos cuantos troncos y unas ramas y se preparaba una pequeña lumbre, a la que gustaba arrimarse pues todavía, a esas horas de la mañana, la hierba del suelo mantenía la huella de la helada. La navaja de mi padre cortaba el pan y lo repartía junto con el chorizo y la patatera que asábamos, al calor de las brasas. ¡Qué duda cabe que es en el campo, y rodeado de quienes quieres, donde mejor saben estos manjares! Por supuesto no faltaba el vino, aunque éste estaba reservado a los mayores. Cómo no recordar, también, a propósito del vino, el momento de la vendimia, en el que varias generaciones de la familia echábamos un día en la viña; viña que mis tíos y mi padre plantaron y cuidaron con esmero. Son muchos los paisanos que preparan sus propios caldos, fermentando el zumo de la uva y abriendo la veda para su cata en estas fechas, bien acompañados, como manda la tradición, de nuestros dulces. Paisanos que abrimos las puertas de nuestras casas en la noche de la Encamisá para todo aquel que quiera entrar.
Pero no adelantemos acontecimientos y sigamos con los preparativos. Lo siguiente era ir a por las “bestias.” Era mi padre quien se encargaba de herrarlas ayudado por sus hijos. En muchas ocasiones fueron mis hermanos quienes acompañaron, como jinetes, a María Inmaculada; en otras tantas, allegados a la familia. Fue sólo un año, siendo niño, el que tuve la oportunidad de ir a caballo, “encamisao”. Como anécdota, recuerdo que al emprender el camino desde mi casa, me sorprendió que el destino no fuese la plaza, sino la casa del mayordomo, donde había que recoger el farol. Curiosamente, hasta ese momento, no había reparado en ese detalle que, sin embargo, es uno de los símbolos por excelencia de la Encamisá. Pocos metros hicieron falta para comprender que, dada mi poca experiencia con las riendas, no podía llevar también el farol. Así que, decidí poner rumbo a la plaza desprovisto de este símbolo.
Ya en la mañana del 7 de diciembre, aún quedaba preparar la lumbre; había que colocar las troncas de encina seca en la posición adecuada para que, cuando a la noche se fueran consumiendo, no hubiera incidentes.
Con toda la faena ya hecha, las horas empezaban a hacerse muy largas, parecía que el momento que tanto habíamos esperado no acababa de llegar. Pero en cuanto anochece, cambia súbitamente la percepción del tiempo, y los minutos empiezan a sucederse con mayor rapidez. Nos encontramos ya en el prólogo de lo que está por venir: el sonido de los cohetes, los petardos de los niños, algunas salvas aisladas y el martilleo de las herraduras de los caballos son como la música de la orquesta del foso, afinando antes de que levante el telón. Llega el momento de encender la lumbre, de que las miradas cedan al hechizo hipnótico del fuego.
Se tiene la impresión de asistir al montaje del decorado de una gran obra de teatro, pero ese decorado es un pueblo entero y nosotros no representamos nada, ¡lo vivimos!, insisto, lo vivimos con los cinco sentidos: el oído, con el bullicio de escopeteros, vítores y repicar de campanas; la vista, con una belleza en la que se funden, desdibujados por la pólvora, la noche, el fuego y los ojos velados de lágrimas; el olfato, sentido primitivo donde los haya, y que de forma tan precisa sabe conducir nuestra memoria hasta el recuerdo más recóndito; el gusto, disfrutando de sabores tradicionales y el tacto; el tacto, no porque podamos tocarte, María, sino porque la piel, al erizarse, expresa la emoción que anega nuestro ser.
Nos disponemos a celebrar algo que va más allá del hecho religioso, que trasciende los límites, con ser muy amplios y muy generosos, de la exaltación mariana, y que quizá por esto, tiene un infalible poder de convocatoria, de cita ineludible. La Encamisá nos une en el sentimiento de pertenencia a un todo, pero incompleto, porque la ausencia de
quienes están lejos siempre está presente. Cómo no mencionar a todos aquellos que, como mis hermanos, no podrán acompañarnos en esta mágica noche, lejos de sus raíces y de los suyos. Para todos vosotros, mi más afectuoso saludo y el deseo de que, a pesar de la distancia, participéis también de esta celebración.
Se va acercando el momento, las diez de la noche del 7 de diciembre: cada uno de nosotros tomamos nuestras posiciones, que cada año suelen ser las mismas, entrenados ya en “batallas anteriores”, como los soldados en la contienda que pudo haber sido el origen de nuestra Encamisá. La plaza se llena de gente, yo me sitúo por el centro, cerca del atrio, y desde ahí veo cómo los escopeteros ponen al rojo vivo los caños de sus armas, cantando a coro “Pues concebida” y disparando al unísono sus salvas; cómo los jinetes ensabanados, con sus faroles y comandados por el mayordomo, hacen su entrada por la parte alta de la plaza; cómo las campanas repican con júbilo. Los ojos vuelven a la Iglesia, miramos su reloj, contenemos la respiración... Todo es un grandioso espectáculo, una noche de fervor y devoción, de sentimientos encontrados, de alegrías y de penas, deseos y añoranzas.
La iglesia de San Andrés abre sus puertas de par en par. Nuestro estandarte, con la imagen de María Inmaculada, se muestra ante las miradas expectantes de todos, quienes en ese día quieren arropar a la Virgen, ofreciéndoles su fervor con vivas, vivas y vivas, a un ritmo que se desborda incansablemente, que nos arrastra, como una marea vibrante, estremecedora, como un fuego en el que el alma arde sin consumirse…
Y así, meciéndote entre esta exaltación de amor y de fe, es como te hacen llegar a las manos del mayordomo. Comienza ahora tu andadura: de luz y de esperanza vestirás, a tu paso, cada palmo y cada casa, y el alma de quienes a cambio te darán con su aliento, más calor y más abrigo que las lumbres que guían tu camino.
La procesión se adentrará por calles estrechas, sinuosas, empinadas, calles que nos trasladan, sin que la imaginación tenga que esforzarse, a épocas pasadas. Y así, tal y como ha sido siempre, recorrerás este pueblo hasta que vuelvas, al filo de la madrugada, al punto de partida, a una plaza Mayor que está otra vez abarrotada. Son muchas las vivencias que tengo de este momento, pero hay una que guardo a buen recaudo y que me gustaría referiros: hace dos años, fuimos varios los que tuvimos la ocasión de acompañar a un buen amigo en el honor, que él tenía, de recoger el estandarte de manos del mayordomo, arropándolo en ese camino, corto pero muy intenso, que empieza en las escaleras del atrio y se abre paso entre la emoción ferviente, y en el que los brazos, como apasionadas salvas, se despliegan hasta el cielo, llenando el espacio con la ansiedad de adioses, hasta que el estandarte llega al altar mayor. Y es aquí, llegados a este punto, donde se consuma el ritual de siglos: vivas intermitentes que por momentos se encadenan y parecen replicarse unos a otros van, poco a poco, espaciándose, cada vez más, hasta extinguirse por completo. Un breve silencio da paso a la hermosa salve dedicada a María. Asistimos entonces a un momento de soledad en medio de la multitud, de intimidad con uno mismo, de pequeña tristeza, de despedida o de ausencia. Los que ya no están, están ahora más cerca.
Poco a poco la iglesia, la plaza, las calles, el escenario entero de la Encamisá, se irá vaciando. Pero flota en el aire, aún, el olor de la pólvora, y la emoción reciente.
Por espacio de unas horas, el pueblo entero se ha transformado en una hermosa expresión de la necesidad humana de esperanza. Y es tal su fuerza comunicativa y su belleza de símbolo, atemporal, de fuego, y tan elocuente el modo en que habla a nuestras emociones más profundas, que muy pocos son capaces de mantenerse al margen de este asomarse, a corazón abierto, a la dimensión más honda y espiritual del hombre.
Terminada esta evocación de la Encamisá, llegamos también al final del pregón. Pero antes de terminar, tengo el honor de invitaros a todos, un año más, a vivir esta fiesta con la entrega y con la ilusión con que siempre lo habéis hecho, para que éste símbolo de unidad se mantenga vivo y así lo reciban las futuras generaciones.
Por último, permitidme rememorar de nuevo mi niñez, y más concretamente las novenas. En ellas, los cantos del coro,con su melodía de bálsamo, aquietan el alma hasta el punto de hacer brotar en un niño, más bien tímido, las ganas de echar un viva, si bien este niño nunca fue capaz de hacerlo, por miedo a que su voz chocase con otra más fuerte, y quedase la suya desamparada. Es por eso, por lo que me gustaría servirme de este niño, que quedó en silencio, que nunca encontró la valentía de vitorear a la Virgen, para pronunciar hoy, con voz alta y firme:
¡Viva la Patrona de Torrejoncillo!
¡Viva María Santísima!